Hay recuerdos, también los sentimentales, que se actualizan por el azar que preside nuestras vidas. El café que compartimos mi amigo y yo uno de estos días sirvió para hacer memoria de una lejana juventud, que una circunstancia actual nos puso sobre la mesa. La historia que me contó mi amigo nos dio pie para reflexiones de todo tipo, entre el sentimentalismo y el puro escepticismo, pero me quedo con el pragmatismo que encierra.
Ya a las puertas de la jubilación como médico patólogo en un centro de la Seguridad Social, mi amigo cuenta que se encontró la muestra de un útero para analizar, uno más dentro de la rutina diaria. Por casualidad, se fijó en el nombre de la propietaria, pegado al recipiente que contenía la materia a analizar. Era ella, no cabía duda, la edad que allí se detallaba confirmaba la inicial sospecha. Procuró apartar de su cabeza recuerdos y desasosiegos que lo asaltaron atropelladamente, y realizó su trabajo analítico con la profesionalidad de siempre. Sólo se concedió un momento de debilidad cuando, al salir, le pidió el teléfono de esa señora a su enfermera de confianza. Y la llamó.
Ella dudó en acudir a la cita que él le proponía después de decirle que, al haberla visto a distancia en el hospital, le entraron ganas de hablar con ella. Sería un momento, un café en cualquier lugar de la ciudad donde, sin saberlo, vivían los dos. Después de colgar el teléfono, entre la densa niebla de su memoria ella fue perfilando el rostro de aquel chico con el que había salido en los dos primeros años de la carrera, en el Santiago tan joven e intenso de principios de los 80, cuando estaban descubriendo el mundo, la democracia, la amistad y el amor. Tantas sensaciones juntas sólo puede sobrellevarlas la inocencia de la juventud. Para ella la relación con ese chico, que ahora sí recordaba hasta en los menores detalles, no había sido nada serio, pero le había dejado un ligero malestar por haber sido ella quien la rompió y por la gran decepción que supuso para él la ligereza con que lo hizo.
Cuando se encontraron, después de unos instantes incómodos, los de las preguntas generales y los rodeos, después de dar por hecho que, para los dos, los años habían estado llenos de cosas, llegó un momento en que todo dejó de ser difícil, como si recuperaran la confianza que habían tenido, como si el tiempo no se hubiese tragado décadas y décadas por el medio. «No te vi en el hospital, sino que vi un trozo de tu útero, identificado por un letrero. No pude resistirme a la tentación de verte. Sé que es una tontería, pero de pronto sentí curiosidad por saber cómo le fue en la vida a aquella chica tan lista, tan atractiva y tan alegre, que me repetía maliciosamente una frase de García Márquez («ya se sabe que el amor es eterno: dura hasta que se acaba»), que era una forma irónica de advertirme que no me tomase tan a pecho lo nuestro. Pero yo no lo podía controlar y nunca asimilé con normalidad que me hubieras dejado sin una explicación».
«Son cosas que pasan. Éramos muy jóvenes y no había seguridad ni en los sentimientos ni en las conveniencias. Pero hoy quiero que sepas que siempre me quedó un recuerdo grato de ti». Siguieron hablando de mil cosas, amablemente, y él dejó para el final el resultado del análisis: «Tu útero está bien. Lo analicé yo mismo y te aseguro que lo hice con mucho cuidado». Unas lágrimas asomaron a los ojos de ella: «Qué alegría me das: a estas edades la salud es ya lo único que importa».