Valores de siempre

José A. Ponte Far VIÉNDOLAS PASAR

FERROL

25 sep 2023 . Actualizado a las 05:00 h.

Acabo de leer un libro curioso e interesante del polifacético escritor Xulio López Valcárcel, que no solo es uno de los poetas gallegos actuales de más prestigio, sino que cada poco tiempo publica libros sobre los temas más diversos, pero con una prosa brillante que nace de su veta poética. El libro al que me refiero se titula O cantar dos músicos errantes (2023) y recrea, en una atinada mezcla de realidad y ficción, el mundo de aquellos músicos anónimos que amenizaban las romerías, fiestas patronales y foliadas lugareñas, y que traían un poco de alegría al mundo rural gallego. Una de las escenas que se repite a lo largo de aquellos años (hasta bien entrados los cincuenta del siglo pasado) era la de que los componentes de la banda o grupo de gaiteiros se repartían por las casas de la parroquia festiva para comer e, incluso, dormir, si repetían concierto al día siguiente.

Pues bien, la experiencia del músico invitado a la comida se vivía también en mi pueblo cada año de mi infancia. El día de la fiesta, a mi casa venía a comer un señor muy formal, con una caja en la que traía un saxofón, su instrumento en la banda de música. Era, además, el director. Cada año tenía ya su sitio reservado en la mesa, entre mi abuelo y mi tío Pepe. Fue mi padre quien un día me contó su historia.

Resulta que aquel músico fue un niño pobre de una aldea cercana. De joven era albañil y le gustaba la caza, cuyas piezas eran muy bien recibidas en una casa humilde y con muchos hermanos. Un día, en el monte, su perro le sorprendió apareciendo ante él con una magnífica liebre en la boca, herida de un disparo, pero con vida. El chico la desnucó y se la echó al zurrón. Al poco tiempo se tropezó con un señor que se lamentaba por habérsele escapado una liebre, a pesar de que estaba seguro de haberle acertado con el disparo. El chico le dijo: su liebre es esta, y se la entregó.

Unos meses más tarde, el joven se incorporó al servicio militar y en el cuartel se encontró con el cazador de la liebre, que era capitán y el director de la banda militar. Fue él quien le enseñó a tocar el saxofón y lo metió en la banda. Se le daba bien el instrumento e hizo de la música su profesión en la vida civil.

Mi padre aprovechaba siempre la historia para recalcarme que el ser honesto siempre tiene premio en la vida. Un valor de ley, decía. No sé si siempre, pero tenemos la obligación de pensar que sigue siendo así.