La vieja parra

José A. Ponte Far VIÉNDOLAS PASAR

FERROL

14 ene 2024 . Actualizado a las 05:00 h.

Estos días estoy comprobando que el albañil que en verano hizo la obra tenía razón. Echar un terrazo de baldosas debajo de una parra es condenar esa terraza a estar siempre sucia, con apariencia de descuidada. Y así está ocurriendo, por lo que me propone que ahora, en invierno, corte la parra y la sustituya por una cubierta de metacrilato, cristal o un toldo o cualquier otro material que encaje bien en ese espacio al aire libre… Me niego en redondo, y le digo que, si hay que limpiar la terraza a diario, se limpia, pero la parra seguirá ahí, en donde lleva, por lo menos, los años que tengo yo, pues la recuerdo desde niño. Desde que murió mi padre soy yo quien la poda en febrero, con el aire frío del norte en la cara y el cielo amenazando lluvia. Con más voluntad que técnica, pero así cada año. Es una forma de reencontrarme con aquellos días invernales de la infancia en que no se temía la intemperie.

La parra es grande, con unas cepas poderosas que, sobre unos soportes de hierro, se extiende a lo largo del lado de la casa que da al poniente. Pero, más importante que las uvas —que son dulces y muy sabrosas— es la sombra que nos regaló y sigue regalando a lo largo de todos los veranos de nuestras vidas. Bajo sus hojas, con los lentes en la punta de la nariz, leía mi abuelo el periódico en las tardes del verano, rodeado de los perros y gatos caseros, que también buscaban el fresco para descansar.

Bajo su sombra, en una gran mesa de carballo, comíamos la familia los días más calurosos del estío. Y recuerdo también con agrado estos últimos años en que yo la podé y adecenté. Es casi un ritual que la parra acepta sumisa, a pesar de mi escasa pericia, y que yo disfruto por reencontrarme con la sencillez de los viejos oficios, siempre envuelto en el silencio antiguo de una escena bíblica. Sólo se oye el chasquido metálico de la tijera de podar. Y siempre acompañado por una espectadora que sigue en silencio y con respeto mi trabajo. Es la gata Uva, cuyo nombre se debe, precisamente, a que apareció de muy pequeña encima de esta misma parra, y se quedó para siempre en nuestra casa.

Se conoce que lo suyo son las alturas y acude puntualmente a hacerme compañía y a agradecerme el trabajo. La escena tiene una espiritualidad reconfortante y el sabor de las verdades antiguas. Así que, de cortar la parra no se vuelve a hablar.