No sé ustedes, ya me contarán, pero yo siento un especialísimo afecto por los libros dedicados: por los que, además del texto impreso, conservan unas palabras manuscritas por el autor, que tuvo ese ejemplar entre sus manos y, quizás, hasta se emocionó un poco al dedicarlo a una persona que para él era alguien muy querido. A lo largo de los años he ido reuniendo un notable número de ejemplares autografiados por escritores a los que quiero y admiro. Y me conmueve especialmente abrir ahora alguno de esos libros cuando se trata de autores que ya se han ido pero que siempre habitarán mi corazón y que siempre —también— formarán parte de mi vida, como es el caso de Carlos Casares, Xabier P. Docampo, Luz Pozo Garza o Darío Xohán Cabana.
Tengo, entre los tesoros más queridos de mi modesta biblioteca, un libro de Cunqueiro (un ejemplar de Un hombre que se parecía a Orestes) que, obviamente, no está dedicada a mí, sino a un amigo de don Álvaro que me parece que no leyó la novela, porque cuando yo encontré ese libro, medio siglo después de su publicación, daba la impresión de no haber sido abierto más que por lo página de la dedicatoria. De todas formas, ¿qué importa eso ahora? Los libros tienen su propia vida, y son ellos mismos quienes, de una misteriosa manera que uno no acaba nunca de comprender, eligen su camino.
Por cierto: si aceptan ustedes que un amigo les sugiera, para estos largos días de verano, una lectura, déjenme que les recomiende, de Juan Benet, un ensayo que ya es un autentico clásico, La inspiración y el estilo. A Benet hay que volver siempre. Era (es) un escritor formidable.