Hubo un tiempo, cuando el mundo era, en efecto, «moi grande e moi fermoso», en el que uno, que por desgracia ya perdió en el pasado siglo esa mirada, podía ver a lo lejos, mientras el sol marchaba, el majestuoso paso de los Reyes Magos por caminos que les eran muy queridos y que aún no tenían ni luz eléctrica ni asfalto. La Tierra de Escandoi olía entonces a pan recién hecho, a dulce de membrillo y a naranjas.
Mientras hacia el lado del mar, frente al Atlántico, se encendían las luces de Ferrol, el faro de la Torre de Hércules y el navideño árbol de colores que coronaba el portentoso puente-grúa de Astano, don Melchor, don Gaspar y don Baltasar llegaban por el lado de Oriente, que era precisamente de donde venían hasta Sillobre, por A Capela y por la Montaña, los caminos de As Pontes, de la Terra Chá, de Mondoñedo y de Lugo.
El niño del que yo desciendo soñaba con un caballo. Pero no como los de las películas de vaqueros, que tanto le gustaban, sino con uno del país, capaz de cabalgar por la niebla y de atravesar, sin miedo alguno, los misteriosos bosques donde viven los trasnos y por los que caminan las ánimas errantes. A poder ser, el niño quería un caballo rubio con las crines trenzadas, como los de las fotos que había en casa o como los de las ferias, que tanto lo admiraban. Pero jamás se atrevió a pedírselo a los Reyes Magos.
Sin embargo, algo debieron de intuir ellos, porque le trajeron uno, aunque de plástico. Era un caballo precioso. Blanco, con pintas negras, con las crines grises y la silla roja. Hasta tenía ruedas. Aún hoy lo echo de menos. Pero no logro recordar cómo se llamaba.