Sé que la política no es uno de los temas preferidos de mis lectores. Y lo valoro, aunque la política se cuele en mi bitácora entre líneas o, como hoy, con claridad. Porque el desprestigio de los políticos, ganado a pulso, se ha generalizado en la sociedad y aleja de la política a ciudadanos de indiscutible idoneidad. Y considero un deber cívico reaccionar denunciando la peligrosa deriva autoritaria que se disimula con cinismo y desprecio al rigor que exige la gobernanza del país, hoy sostenida por la insoportable reiteración del mantra de considerar peligrosos ultraderechistas a quienes cuestionan la ética de lo que conviene, no al país sino a quien ejerce el poder sin líneas rojas (como la ley o la separación de poderes) que se borran a brochazos de mentiras y con generosas y groseras prebendas a los socios, necesarios para que el presidente siga en…¿ el trono?. No es un error. El trayecto no acaba en La Moncloa. Votar con cabeza y atreverse a plantar cara a las flagrantes vulneraciones de derechos como la igualdad ante la ley o a quienes defienden que las soluciones hay que buscarlas fuera de la política, es ayudar a fortalecer el muro, frontera guerracivilista de las dos Españas.
Por eso debemos rescatar el espíritu y el talento de las personas valientes que siguen defendiendo que la concordia, el acuerdo, la suma de voluntades en torno a la Constitución y las reformas que sean necesarias, es lo que exige la política que necesita España. En lugar de pasar el fantasma de Franco que hace décadas solo inspira a una minoría de fanáticos a la que el Gobierno le hace un regalo impagable: unos fastos anacrónicos y muy caros.