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El profesor García Jambrina, Luis, que ejerce la docencia en la Universidad de Salamanca y que, como nadie ignora, es, además de un magnífico escritor, uno de los más grandes conocedores de los clásicos de la literatura hispana, acaba de publicar una novela nueva, El manuscrito de sangre, en la que, gracias a las magias de la ficción —magias que, como la poesía, habitan una forma superior de la verdad—, Fernando de Rojas, el autor de La Celestina, vuelve a convertirse en una especie de detective (en un pesquisador) y se pone a investigar, en la Roma de comienzos del XVI, la muerte del papa Borgia. En 1503, para ser exactos; y nada más ni nada menos que por encargo de los Reyes Católicos.
Leo la novela de Luis envuelto en el sosiego de la madrugada. En una tranquila hora que me deja oír muy bien, a través de la ventana y de la fría noche de invierno, el correr del agua del pequeño río que, haciendo molinos a su paso —molinos de harina, quiero decir, no se entienda la frase como metáfora—, va camino de Perlío. Y me doy cuenta, sí, de que, como suele decir el poeta Miguel Carlos Vidal, leer nos permite, incluso sin necesidad de dar ni un solo paso, viajar muy lejos.
Mucho me gustaría volver pronto a Roma, ciudad, literaria donde las haya, en la que parece que uno está en casa siempre. La Roma de nuestros días, digo, que además de la capital del mundo es un viaje a través de los siglos. Pero mientras tanto he de confesarles que me hace muy feliz poder visitar, a través de la literatura de García Jambrina, una Roma distinta, hecha de sueños. Esa otra Roma en la que la eternidad lo envuelve todo. También la belleza.