
Entre los valiosísimos lugares que a uno le recomponen siempre el alma, brilla con luz propia, qué duda cabe, el antiguo monasterio de San Xoán de Caaveiro. Un cenobio, situado en el corazón de las Fragas del Eume, que corona uno de los más bellos bosques de la Europa atlántica y que durante largos siglos albergó una colegiata de canónigos regulares de la orden de San Agustín, cuestión que también merece, como mínimo, ser comentada, cuando también es un agustino León XIV, el nuevo papa.
La Diputación, propietaria de ese maravilloso enclave, acaba de dar a conocer el proyecto de musealizarlo («Non nos limitamos a restaurar edificios, senón que queremos darlles vida e sentido, contar as súas historias» como «espazos de coñecemento e de emoción», señaló el presidente provincial, Valentín González Formoso»). Algo que, sin duda, vendrá a culminar la recuperación de un lugar extraordinario, que ha sido testigo, con sus ojos de piedra, de la historia de Galicia desde hace mil años.
Cuando a mis amigos y a mí nos llevaban allí de niños —subiendo desde Pontedeume: los caminos que desde Sillobre llevaban la monasterio por Soaserra se habían borrado—, se decía que en Caaveiro había estado Lancelot. Un Lancelot que, naturalmente, en nuestra imaginación se parecía mucho a los personajes de las películas de capa y espada que la televisión emitía los sábados por la tarde. Y también se decía que en el río, dentro de un salmón, se había encontrado el anillo de un obispo. Recuerdo aquellas excursiones de la infancia, a las puertas del verano, y me emociono un poco. Disculpen ustedes, por favor, la nostalgia.