Es costumbre de casi todos los lectores, o al menos de buena parte de ellos, prometerse a sí mismos que, cuando el verano llegue, acometerán por fin la lectura de uno de esos libros (por lo general, clásicos excelentes) que uno, por las razones más diversas, querría haber leído ya... pero no ha leído nunca. A mí me pasa, por ejemplo, con el Quijote de Avellaneda, obra que apenas he ojeado, lo confieso, a pesar de que estoy íntimamente convencido de que nació mucho más cerca de Cervantes de lo que suponemos. Pero es que prefiero, obviamente, el original, al que vuelvo siempre, tanto en verano como en invierno; y, además, no sé por qué, tengo la secreta sensación de que en el otro Quijote, en el apócrifo, acabaré encontrando algo —quien se hizo llamar Avellaneda fue sin duda en algún momento gran amigo de Cervantes, tal vez otro de los veteranos de Lepanto, aunque acabase enfrentándolos el paso del tiempo— que me aboque al desasosiego. Porque Cervantes, ¿saben ustedes?, es un viejo amigo también para mí. Y, como decía Borges, entre los amigos verdaderos, por lo general, sobran las confidencias.
Dejemos, por tanto —o al menos de momento—, que el tal Avellaneda, o como de verdad se llamase, siga su propio camino. Y lo que yo me he prometido, para este verano, es releer todas las aventuras de Tintín, a ver si en alguno de los álbumes del gran Hergé reencuentro, de nuevo, la mirada que perdí de niño. Lo digo, mayormente, porque los niños ven lo que nosotros ya no sabemos ver; y porque en este tiempo escasean mucho la magia y el misterio.