Pues sí: de alguna manera que no se acaba de entender nunca, son los libros quienes nos escriben a nosotros, y no al revés. Eso es algo que uno, en su juventud, ni siquiera imagina. Pero que después, conforme el tiempo pasa, vamos comenzando a sospechar, hasta que, llegada ya por fin esa edad en la que nos damos cuenta de que lo único que en verdad poseemos es el pasado —que es lo que nadie nos podrá arrebatar jamás—, empezamos a ver con más claridad la otra orilla del río y comprendemos que no somos más que el papel y la tinta del inmenso misterio que nos rodea. Un misterio que, de vez en cuando, nos habla al oído.
Vivimos una época, repleta de imágenes generadas con dispositivos electrónicos, en la que la literatura ha perdido presencia en la vida de una gran parte de la población. Un retroceso del que, por cierto, parece salvarse un poco la literatura de entretenimiento, pero que afecta sobre todo a otro tipo de literatura: a la que no nace del deseo de pasar el tiempo, sino del afán de que el tiempo no pase.
La diversión es ahora una de las banderas más enarboladas. Cosa que también deja su huella sobre la creación literaria. Y bien sabe Dios que nada hay de malo en el deseo de divertirse. Aunque a mí me parece (no sé qué pensarán ustedes...) que caemos demasiado a menudo en la trampa de confundir el divertimento con la felicidad, olvidando que la felicidad suele venir de algo muy distinto: de lo que uno da a los demás. Me gusta la literatura de entretenimiento, sí. Especialmente la de algunos autores nórdicos de novelas policíacas. Pero los libros que más me interesan son los que nos ayudan a mirar lejos.