Son mis queridos autónomos. Con ellos me siento emocional y socialmente comprometida. Por ser el más débil y desprotegido sector del tejido económico. Para mí son empresarios en el más noble sentido. Y hoy los traigo, una vez más, a mi bitácora, para ser granito en el granero que, ojalá, fructifique en hermosa evocación de que, en los peores momentos —hubo muchos— los autónomos fueron soporte fundamental, y casi único, de una actividad económica al borde de la quiebra. Porque el Estado no me merece la condición de empresario. Sus empresas no corren riesgos. Las pérdidas las pagamos todos, sin siquiera enterarnos. Sí es un empleador muy eficaz para crear empleo indefinido, sea o no sostenible. Por eso mi admiración a quien elige la empresa y ofrece a la sociedad, con riesgo de perder, lo mejor de sí mismo. Ya sé que esto no es políticamente correcto. En España, con significados políticos y algún sindicato a la cabeza, son continuados los esfuerzos por crear una imagen del empresario que lo proyecte como enemigo del trabajador. En verano, nuestra ciudad vivió una fructífera y variada actividad, ya casi desconocida. Y ahí estaban, como escaparate de excelencia: nuestra hostelería, nuestro comercio, fruto del espíritu de superación de quienes pasaron años en los que solo pensaban en sobrevivir. Y Ferrol se llenó de vida, de fiestas con sabor, colores, sabores y olores (se está trabajando en la importancia de los olores también en los espacios comerciales y de ocio) gracias al esfuerzo de este sufrido colectivo que, racionando el agua que le quedaba, fue regando, gota a gota, la tierra casi quemada por el fuego del paro y el exilio.