Libros cerrados, cuadernos en blanco y alguna cámara sin película

Ramón Loureiro Calvo
Ramón Loureiro CAFÉ SOLO

FERROL CIUDAD

Ramón Loureiro

08 oct 2023 . Actualizado a las 05:00 h.

Hay quienes preguntan, y no es de extrañar que lo hagan, si merece la pena llevar todo el día bajo el brazo libros que a menudo uno, por falta de tiempo, no va a volver a abrir hasta que regrese a casa. Como podrían preguntar, también, qué sentido tiene andar de un lado para otro con un cuaderno cuyas páginas suelen estar siempre en blanco, sin que jamás se llegue a anotar en ellas nada; o incluso cargar con una cámara analógica, de las de película —que pesa lo suyo, porque aunque quepa en la palma de la mano es toda ella metálica—, y con la que uno solo hace alguna foto muy de tarde en tarde. Entiendo, y lo repito de nuevo, que haya quien pregunta o pueda preguntar eso. Porque hay cosas que hoy, más que costumbres, parecen excentricidades. Pero en el fondo tienen explicación, aunque parezca la contrario.

En primera instancia, y en lo que atañe a los libros, habría que recordar que son compañeros muy leales, y que nos hacen compañía, incluso, cuando no encontramos ni un minuto de tranquilidad para abrirlos. Pasa como con esos amigos con los que, por una u otra razón, hablamos poco: sabemos que están ahí, y eso es lo que importa. Todo somos muy conscientes, además (¿no están ustedes de acuerdo en eso...?), de quiénes son los amigos verdaderos, y de que hay otros que no lo son tanto. Basta con dejar que la vida desate alguna de sus tormentas para constatarlo al instante. Y en esos trances los libros no suelen salir mal parados.

En segundo lugar, y por lo que atañe a los cuadernos en los que uno cada vez toma menos notas —a esos cuadernos y, por supuesto, a las estilográficas que suelen acompañarlos—, cabría decir que, además de hacernos compañía también, tienen algunas propiedades mágicas. Entre ellas, y con la ayuda de esas plumas que antes mencionaba, la de escribir ciertos libros. Libros que, a su vez, nos escriben a nosotros, aunque a menudo hayamos llegado a creer que éramos nosotros quienes los escribíamos a ellos.

Y por último, en lo que respecta a esas cámaras que uno ya raramente dispara, conviene decir que algunas (las Leicas de telémetro, las Minox de 35 milímetros o, por citar otro ejemplo más, las Olympus de medio formato) son, también, amigas de una lealtad inquebrantable, que nos hacen una gran compañía aunque no lleguen a salir en todo el día del bolsillo de la chaqueta en la que viajan. Además, son una forma de mirar. Incluso cuando ni siquiera hay un rollo de película en sus entrañas. Porque ayudan a ver más allá de la evidencia, al tiempo que nos confirman que llega un momento en la vida en el que la poesía nos ayuda a seguir caminando.

Hoy no he abierto ni una sola vez, esa es el verdad, el ejemplar de Un país de palabras, de Carlos Casares, que, mientras les escribo esta columna que en realidad es una carta, tengo aquí a mi lado. De todas formas, no importa. Retornaré a sus páginas esta madrugada; y, en cualquier caso, casi me lo sé de memoria. Cuando releo lo que Carlos decía de Miguel Torga, de Álvaro Cunqueiro, de Gonzalo Torrente Ballester o de Basilio Losada, vuelvo a emocionarme.

(La pequeña cámara que guardo en el bolsillo querría fotografiar a los que ya no están. Y no puede, claro. Pero los va soñando).