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De tanto escucharla, la frase se le queda a uno grabada, más en jornadas como la hoy, con Kirk llamando a la puerta. «Caen cuatro gotas y ya hay una alerta». Tal sentencia, y otras similares, se dejan oír cada vez con más frecuencia. Un error pensarlo. Y, sobre todo, un error actuar como si no fuese a suceder nada.
Afortunadamente, a día de hoy los modelos predictivos permiten ofrecer con antelación una proyección de lo que va a suceder con la lluvia, el agua, el viento, el oleaje, las tormentas... Algo que, no hace tantos años, no sucedía. ¿Recuerdan el Hortensia? Y sí. Hay alertas durante el otoño y el invierno. Muchas. Y no se decretan por capricho, sino por seguridad.
Sirven para, por ejemplo, tomar la decisión de suspender las actividades al aire libre mañana miércoles como ya ha hecho el Concello de Ferrol, al que en las próximas horas se sumarán otros. Es lógico. No tiene sentido arriesgar. Ninguno. Porque luego vienen las malas combinaciones. El azote de las lluvias en la carretera (máxima prudencia al volante); los vientos que desprenden elementos de tejados y balcones y se convierten en armas arrojadizas; oleajes tan espectaculares como traicioneros para los excesivamente curiosos...
Se trata, en definitiva, de anticipar. De evitar riesgos. ¿Qué hay de malo en eso? Porque, a veces, parece que molesta. No. No caen cuatro gotas y hay una alerta. Hay una alerta porque hay un riesgo. Y lo importante es minimizarlo.