En ocasiones, el mar de Pantín bisbisea o ronronea, o aun murmura, quien sabe si por hastío o pereza, quizá por astucia. Tiene tanto tiempo. Otras veces, su vozarrón exige vasallaje: todos los cuchicheos del valle y del carrizal acatan su poder o su fiereza. Ayer, se enseñoreó del espacio sonoro de la noche, y su son sostenido y continuo hilvanó el tibio sosiego de la duermevela, acompasado con el frufrú algodonoso de las sábanas y algún bostezo agónico y rijoso de titubeante e incierta culminación. Esta misma mañana, estoy seguro, seguía con su música atrapada en un interminable calderón enquistado en el pentagrama que interpreta cada día. No es frecuente sorprenderlo hablando solo, rumiando rencores o nostalgias, sopesando qué hacer. Hay que prestar atención, entonces, para adivinar con intuición de ajedrecista cuál será su próximo movimiento. Pero nos inunda el desconcierto en sus raptos de silencio. Esos lapsos de mudez, de perpleja decepción de los surfistas y alborozado regocijo de los niños, confiados a un mar sin olas, tal vez sean la respuesta a la estentórea e inagotable locuacidad de los speakers del Pantin Classic asistidos de una megafonía sobrada de vatios. No sé si esa ocasional pasividad silente y mohína del mar de Pantín apunta a la presencia de perros sobre la arena, tolerada por el Concello de Valdoviño y ejercida con angelical matonismo por los dueños de los canes. Es difícil de interpretar la afasia de este mar con tanto barullo. En el crepúsculo dócil de cualquier tarde, cuando septiembre presienta su derrota, en otro arrebato de mudez marina, lo interrogaré. Quizá sin altavoces ni esnobismo se allane a mi curiosidad.