En sus veintiocho años de inquilinato en toda clase de banquillos peninsulares (la élite de Primera se le ha resistido), Fabriciano González, Fabri, es y ha sido, sobre todo, un superviviente singular. El zorro plateado de Santa Comba tiene la virtud de una supervivencia casi inédita entre sus numerosos colegas, en un mundo tan hostil como traicionero es el entramado del fútbol. Porque ha conseguido el más difícil todavía sobre la singularidad de sus breves estancias en los banquillos. Nunca jamás nadie le regaló nada. Lo que es y ha sido, lo es y lo ha sido sin padrinajes ni mecenazgos. A pecho descubierto. Desde la Preferente (Racing Vilalbés) al último episodio de su recentísimo cese en el Granada en Primera, en los veintiocho años de militancia no ha conocido el descanso ni el paro prolongado. En este apartado, uno cree que está la singular supervivencia de Fabri. Tan contradictoria realidad solo se explica por dos razones: su excelente olfato para buscarse las habichuelas y una habilidad especial para comunicar sus conocimientos. Y en este sentido no le han faltado los clientes. Ni todos iban a estar equivocados ni todos serían tan tontos si Fabri no ofreciese ese plus para plasmar su propia supervivencia. En el último ascenso del Granada a Primera, tras llevarlo desde Segunda B a la categoría de plata consecutivamente, Fabri manifestó satisfecho que el «fútbol le debía ese doble ascenso, como pago a una deuda pendiente con él». El fútbol, en suma, había sido, al fin, justo con un hombre cuya constancia y entusiasmo nunca le habían faltado. El fútbol y sus dirigentes han vuelto a impartir otra injusticia más con su despido, rompiendo la cuerda por el lado más frágil. Pero a Fabri, seguro, tampoco le van a faltar nuevas ofertas. Las que le mantendrán de eterno superviviente.