«Aínda atopamos barreiras»

xosé m. cambeiro SANTIAGO / LA VOZ

FIRMAS

XOÁN A. SOLER

El invidente se ha cruzado a menudo con su hermano ciego sin saberlo

06 ago 2012 . Actualizado a las 07:00 h.

Ricardo era un pequeñuelo cuando la vista se le fue escabullendo hasta lindar con la invidencia. Vislumbra unos rayos de vida, y es consciente de que le queda una pizca del sentido visual, a menudo orientativo en sus caminatas. La mirada de su hermano también raya en la ceguera. Ambos vinieron a Compostela a probar fortuna con la ONCE y Ricardo vende cupones desde hace un cuarto de siglo.

Al llegar a Compostela le afloraron los nervios, dado que no conocía la ciudad. «Non é o mesmo unha aldea que unha cidade como Santiago», justifica. Pronto se fue adaptando a la urbe capitalina, aunque no del todo, ya que siempre que puede se escapa al monte o a la huerta. Al no ver casi nada, solo bultos humanos, instintivamente escapa de ellos. Pueden ser su mujer o sus hijos. Si no se descubren, les deja paso. O su hermano, con el que se ha cruzado a menudo en la acera sin saberlo.

Hace siete años este vendía en el Hospital Provincial y bajaba por Frei Rosendo Salvado. Y Ricardo subía. Un día se fueron uno contra el otro, y su hermano le reprendió: «Señor, aínda ve vostede menos que min». Ricardo le respondió: «Outro máis». Celebraron reconocerse con unas cuantas risotadas. En Simago, Ricardo se desvió de un individuo que se iba directo hacia él. Era él mismo reflejado en el espejo de una columna.

La Praza de Abastos fue su primer destino. Se conoce las naves palmo a palmo de tanto recorrerlas entre compradores, vendedores y curiosos. Poco después halló cobijo en el viejo Carrefour de Montero Ríos. Durante dos décadas largas la clientela de este establecimiento se familiarizó con su figura, como uno más de la casa, solo que arrumbado en la puerta. Significaba eso que el clima se le clavaba muchas veces en el cuerpo: «O frío non había quen o quitara».

Billetes falsos

Otros, más afortunados, disponían de sus quioscos. Pero el Concello no dispensaba muchas calles para ese menester. Ricardo terminaría metiéndose en uno en la plaza de Galicia, un pequeño templete en el que expende billetes sin tregua. Al menos eso ocurrió en el tiempo en el que este cronista compartió sus desvelos de vendedor.

Pero ha de tener cuidado, porque la suerte le fue adversa en algunas ocasiones y no hace mucho le colaron dos billetes de 50 euros: «Eran falsos, pero estaban moi ben feitos e non eran difíciles de meter, como comprobei eu mesmo entregándoos de broma nalgúns bares». Eso ocurre hoy, pero antes, sin la maquinita electrónica, más que vender muchas veces Ricardo se encontraba vendido: «Dicianche que un billete tiña algo e tiñas que aceptalo. E ao mellor non tiña nada. Había que fiarse e perdín moitos cartos por iso». Gente aprovechada la hay por doquier.

Pero tiene clientes magníficos, como también pudo verificar este redactor. «Imos a medias», le dice Ricardo a un comprador. «As medias son boas para as pernas», le responde este. Pero Ricardo sabe con quién se topa para soltar o guardarse las bromas.

El tiempo tampoco invita a bromear mucho. Ricardo palpa la crisis como todo el mundo. Sabe que si los comerciantes no venden, a él no le compran: «É unha cadea. Se lle vai mal a un, vaille mal ao outro».

Llega a diario al quiosco de la plaza de Galicia, desde su domicilio en Conxo, cruzando el Ensanche sin perder el tiempo (varios cupones se quedan en el camino). Y en el trayecto tiene oportunidad de observar las barreras que aún subsisten para los invidentes. Por ejemplo, semáforos no sonoros, como los de República do Salvador, o cruces carentes de planchas rugosas para detectarlos con el bastón (en semáforos y pasos de peatones) y saber que se puede pasar. Lamenta que se estén haciendo obras nuevas sin estas bandas para invidentes.

La plaza de Galicia es un enclave céntrico y estratégico para un quiosco, aunque Ricardo confiesa que los inicios no fueron coser y cantar: «Houbo que traballalo moito porque estaba abandoado. Botei aquí un mes fatal ata lograr levantar isto. Agora vou ben, aínda que boto moitas horas». Desde todos los lados llegan sonidos y ruidos. Es el escenario que se le ha hecho familiar al expendedor de la ONCE, que vislumbra un verdor refrescante en el centro de la plaza. Es el arbolado del parque. A Silva le tira la naturaleza: «Son más do campo que da cidade. Tan pronto teño algo de tempo voume para a aldea ou para o monte. O campo gústame moito». Aunque no tanto como a su hijo, que pobló la casa familiar con una ristra de bichos.

No es partidario de una honda remodelación de la plaza de Galicia, aunque sí de asearla y ampliar las aceras. Desea un escenario menos agobiante.

A Ricardo le gusta más transitar por el ensanche que por el casco histórico. Prefiere no adentrase demasiado en las rúas y callejas antiguas. Se siente agobiado. ¿Y los monumentos? «Non os vexo». Los invidentes suelen tener como aliada la solidaridad de sus conciudadanos. No pocas veces se encuentran en aprietos a la hora de cruzar una calle, por riesgo o inseguridad. Y hay quien detecta sus apuros o se fija en el escaparate de enfrente: «Hai veces que a xente, cando tés problemas, che bota unha man ou che avisa, e outras non o fai porque moitas persoas van o seu, apresuradas».

Se acerca un cliente a comprar un cupón. ¿«Que o queres, con premio ou sen premio»? le pregunta Ricardo. «Que traia cartos», responde el adquiriente, que se marcha silbando por el medio de la crisis.