Dulce pájaro de juventud

Maxi Olariaga MAXIMALIA

FIRMAS

30 nov 2014 . Actualizado a las 05:00 h.

No sé porqué, viendo esta fotografía maravillosa, se me vino a la cabeza el agobiante drama de Tennessee Williams que más tarde, en 1962, llevaría al cine Richard Brooks dirigiendo al gran Paul Newman y a la turbadora Geraldine Page. Creo que no fue una frívola coincidencia sino el relámpago, ese rayo hirviente que desciende enloquecido desde lo más profundo del cerebro, recorre el cuerpo entero y se hunde en la tierra dejando a su paso un rompecabezas de imágenes desordenadas y náufragas en un mar color sepia que viene y va depositando en la playa las sonrisas y las lágrimas de un tiempo que para siempre se extravió en lo más profundo de un reloj de arena.

Mirando atentamente ese instante condenado a cadena perpetua y a no asomarse a los límites del cliché en el que cumple su condena, sufro el vértigo de la soledad silenciosa que, poco a poco, como el viento marino que deshilacha los acantilados, va tallando con dureza irredenta nuestros rostros, desmoronando nuestra cerviz, congelando nuestra sangre y borrando nuestra memoria hasta acabar violentamente con un tiempo feliz y alocado en el que el juego y la inocencia sobrevivían a las estaciones, al sol y a la lluvia, a los siete pecados capitales, al rosario, a las montañas nevadas y a las banderas al viento.

Reconforta palpar la alegría y la honrada impunidad de todas esas alumnas de canto rodeando a su directora bajo la palmera que aún hoy, cincuenta años después, permanece inmóvil derramando sus lágrimas de dátil cada vez que ve pasar a los nietos de aquellas niñas que cantaban habaneras agitando el abanico de sus ramas. ¡Dios mío, cómo huye el tiempo rodando a tropezones cuesta abajo por el pedregal de nuestras vidas!

La alegría de vivir que entonces abarrotaba los baúles del alma, es hoy un escaso equipaje que se puede guardar en el zapato perdido de Cenicienta, en el destello sideral de la espada de Peter Pan, en cualquiera de los gorros estampados de los siete enanitos de Blancanieves o en el zurrón en el que Pulgarcito guardaba las migas de pan que le asegurarían el regreso a casa.

Las niñas ya no quieren ser princesas y a los niños les da por descubrir el mar dentro de un vaso de ginebra? canta Sabina y los días y las horas se van sucediendo a sí mismos como reyes tiranos, amarrados con nudos magistrales a sus tronos de oro y diamantes.

Sobre el embaldosado y la tierra inmutable de la alameda, revolotean sin rumbo las risas de las niñas, el rumor de la mariola y el llanto de las muñecas de cartón. Vienen y van arrastradas por las hojas cárdenas del otoño las primeras calenturas del vientre, los besos robados jugando al diábolo y las lágrimas ante el espejo después de un baile frustrado en los jardines del viejo Liceo.

Puede parecer que todo a nuestro alrededor se va desmoronando como una catarata de flores marchitas pero, al contemplar esa fotografía, todo lo vivido vuelve a su sitio, encajan todas las piezas del rompecabezas y uno se da cuenta de que hubo un tiempo que ni el más colosal de los cíclopes que despedazaron nuestras vidas podrá arrebatarnos. La felicidad gratis que vende esa imagen era nuestro auténtico yo. Y ese yo no nos abandonará nunca. Jamás.