Nada se resuelve

Jose Barreiro

FUGAS

«Los pájaros». Alfred Hitchcock, 1963

10 abr 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

Los pájaros es una pura fantasía vanguardista, una conjetura, o, para ser más preciso, una especulación. Y no hay nada más moderno que la especulación. Eso lo sabemos todos. No voy a disparar con fogueo relatando el argumento, de sobras conocido. Sería como decir que La Gioconda es un retrato de mujer, El Quijote una road movie, o el Guggenheim... lo que quiera que sea. Solo diré que el comienzo es una maravilla: Tippi Hedren cruza una avenida, entra en una pajarería y, confusión mediante, termina flirteando con Rod Taylor, que posee la altura de Cary Grant pero solo en centímetros. Es justo reconocer que sin la mediocridad de Taylor la película no habría funcionado. Si aparece Cary Grant, con su bronceado de productor y su traje de James Bond prematuro, los pájaros se quedarían ensimismados con su elegancia: no atacarían. Toda la escena inicial posee una elegancia y una sofisticación extremas, además de unos diálogos llenos de sobreentendidos, con la gracia, el colmillo y la finura de aquellos parlamentos de la screwball comedy.

A continuación, Hitchcock traslada a la protagonista al campo, a Bodega Bay (allí vive Taylor), y aprovecha para enseñarnos los paisajes y las casas en la colina de Edward Hopper, y presentarnos un pueblo idílico en apariencia. Por supuesto, Hitchcock enseguida escarba en lo inquietante de las escenas cotidianas, lanza al espectador una de sus madres obsesivas, revoluciona las aves y crea una paradoja: los pájaros vigilan el exterior y los humanos permanecen encerrados dentro de las casas, es decir, en jaulas. La comedia del inicio, poco a poco, deriva hacia el terror abstracto, como esas pinturas realistas de Andrew Wyeth en las que a pesar de su hechura convencional existe una dimensión extraña, casi poética, en las que uno no encuentra agarraderas interpretativas.

¿Por qué atacan los pájaros? Hoy vivimos con la extraña necesidad de responder a todas las preguntas, sobre todo de forma cutánea, pintando las puertas solo por fuera. Hitchcock nos escamotea toda respuesta de forma original: dando demasiadas, sobreinformándonos. La escena del restaurante en la que los parroquianos arrojan todo tipo de teorías apocalípticas, conspirativas u ornitológicas es un ejemplo magistral de nuestra caza diaria de porqués complacientes. Todos hablan, todos hacen ruido y nadie entiende nada. Ya ven. Hitchcock inauguró el espacio tertuliano en el que nada se resuelve. Quizá los pájaros atacan para poner de relieve nuestra estupidez.

Por qué hay que verla

Por la sencillez con que Hitchcock maneja la relojería de la película. Su maestría técnica le permite contraer o dilatar el tiempo con la facilidad del ilusionista

Por la utilización inolvidable del color. El vestido verde de Tippi Hedren, el descapotable plateado, las casas blancas, los buzones rojos...