Hud pertenece a esa cofradía de películas en las que Paul Newman luce una camiseta blanca sin mangas e interpreta, una vez más, a un personaje roído por dentro que parece habitar las páginas de Tennessee Williams (La gata sobre el tejado de Zinc, Dulce pájaro de juventud) o Faulkner (El largo y cálido verano). En este caso se trata de una novela de Larry McMurtry en la que Newman ejerce de tipo sin principios, aunque con semejante rostro solo puede asumir la credencial de «villano con encanto». Hud Bannon vive con su padre, un anciano cuya integridad y valores pasados de moda remiten a otro tiempo; un sobrino, joven e idealista, y el ama de llaves, una Patricia Neal que roba la película con un trabajo tan relajado como profundo. Entre los cuatro manejan un rancho sin futuro: acaban de descubrir que todo su ganado tiene la fiebre aftosa y deberán sacrificarlo. El guion narra, por tanto, la caída de una gran mansión y el final de una época (las reses desaparecen y comienzan a levantarse los pozos de petróleo en Texas), asuntos que Martin Ritt rueda con un inconfundible aroma a tragedia griega. Esas puestas en escena con alguien en primer término y la acción desarrollándose detrás donde la clave del drama no está en lo que cuentan sino en el que escucha, aportan un tono elegíaco que carga la historia de nervio subterráneo. «¿Cuál es el personaje que más admiras?», preguntaban las tarjetas en las que los espectadores rubrican sus opiniones tras el preestreno. Casi todos respondieron: «Hud». El público admiraba a alguien que intenta violar a su ama de llaves, que conspira y traiciona a su padre para hacerse con el control de las tierras y que intenta vender el ganado enfermo a sus vecinos. Los guionistas se quedaron atónitos. No contaron con el carisma de Paul Newman ni con el hecho de que la sociedad americana estaba cambiando. A principios de los sesenta, la anestesia boba del sueño americano declina y la honradez empieza a cotizar a la baja. Uno se relame al pensar en la cara de susto de un ejecutivo del Hollywood actual si tuviese que contratar a una estrella para interpretar a un personaje que acaba siendo tan inmoral, codicioso y egoísta como al principio del relato. La ausencia de final autocomplaciente es, quizá, el gran acierto de Hud, que no ofrece al protagonista una redención remilgada que deje buen sabor de boca en la platea. Aquí no hay arrepentimientos, indulgencias, remates políticamente correctos ni arreglos florales.
POR QUÉ VERLA
Por el maravilloso tratamiento visual. El director de fotografía James Wong Howe firma aquí uno de sus mejores trabajos
Por la secuencia en la que sacrifican a todo el ganado en una zanja y, a continuación, unas excavadoras echan tierra sobre los animales. Todo está rodado de forma que resulta imposible no recordar los campos de exterminio de la Segunda Guerra Mundial