A algunos nos gusta Argentina porque es un país desbordante, excesivo en todo, barroco, extremo, siempre sobre la cuerda floja, siempre entre la opulencia y el corralito, entre los delicados engranajes literarios de Borges y los cronopios voladores de Cortázar. Amamos Argentina precisamente por lo que tiene de monumental, de desproporción, de enormidad. Por algo es el país de la desmesurada avenida Rivadavia o de la Pampa transfinita.
Y por eso nos gusta la prosa de Martín Caparrós (Buenos Aires, 1957), un escritor al que le fascina mezclar géneros sobre la página, centrifugarlos y luego destapar la marmita a ver qué sale. Y a veces, al asomarse, ve que le han salido las 1.024 páginas de La historia, novela torrencial y desmedida publicada en 1999 en Buenos Aires (dónde si no) y que ahora reedita Anagrama.
A La historia enseguida le salen como referentes otros títulos de narrativa en expansión, como Rayuela, de Julio Cortázar; Terra Nostra, de Carlos Fuentes; o incluso 2666, de Roberto Bolaño. Pero La historia es única en su -inexistente y mestizo- género.
Porque lo de menos en este libro es el argumento sobre los indígenas de los Valles Calchaquíes. Lo de más es construir una novela a partir de unos pies de página, o convertir unos pies de página en una novela, o agarrar las diez páginas de Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, de Jorge Luis Borges y sacar de sus entrañas estas mil páginas que el cuento, según Martín Caparrós, llevaba dentro.
En sus últimos párrafos, Caparrós sugiere que la obra es la traducción que un profesor argentino hizo de un original francés que procedería, a su vez, de la transcripción de una crónica prehispánica. Solo podemos sumarnos, fascinados, a su incertidumbre final:
-El lector comprenderá mi perplejidad, y las dudas que tuve sobre el valor histórico del material que ahora le presento y la pertinencia de publicarlo. Finalmente, como se ve, decidí hacerlo, pero es una elección del todo personal. El lector sabrá determinar cuál es su juicio. Yo, al fin y al cabo, soy solo un instrumento.