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Palabras silvestres y un ataúd de papel para mi padre

FUGAS

MARCOS MÍGUEZ

El 12 de febrero fue el sexto aniversario de la muerte de Álvaro Consuegra. Su hija escribe un texto que honra la memoria de los que se van

21 feb 2022 . Actualizado a las 13:16 h.

El pasado sábado se cumplieron seis años desde que murió mi padre y a mí me gustaría llevarle flores, porque son quizá la única forma de vida que todavía podemos compartir con los muertos. Pero no hay ninguna tumba que yo pueda visitar, porque a mi padre no pudimos enterrarlo: una semana después de su muerte, mi hermana y yo cogimos un avión y cruzamos el océano abrazadas a sus cenizas. Desde entonces no hemos decidido adónde llevarlo. Y es normal, porque implica también decidir dónde queremos descansar nosotras y un nicho en el cementerio es tal vez la hipoteca que más importa, así que mejor elegir con calma.

Pero yo quiero llevarle flores a mi padre y, como no puedo hacerlo, le entrego a cambio lo mejor que puedo darle: estas palabras. Las palabras son otra forma de vegetación. Tal vez por eso no he dejado de escribir desde que se detuvo el segundo sonido que conocí. El primero fue el corazón de mi madre.

Lo curioso de escribirle a las personas que mueren es que el ejercicio se convierte en una especie de jardinería. De alguna forma, las palabras que emanan en su ausencia son semillas que ellos sembraron y florecen en nosotros. Por eso, siento que cuando escribo estoy cuidando el jardín que mi padre sembró en mí. Entonces la escritura se convierte en una primavera y estas palabras equivalen a llevarle flores de su propio jardín. A decirle: «Mira qué bonito lo que hiciste».

El duelo ha forjado un linaje de grandes jardineros. Joan Didion, Héctor Abad Faciolince, Milena Busquets, Sergio del Molino, Julian Barnes, Piedad Bonnett, Francisco Umbral. Pero si hubo una escritora que logró explicar lo que es la literatura del duelo —por lo menos para quien escribe— fue Delphine De Vigan. En Nada se opone a la noche, la novela en la que narra el suicidio de su madre, la autora reflexiona sobre el motivo de empeñarse en contar aquella historia y llega a la conclusión de que solo quería regalarle «un ataúd de papel, el más hermoso de todos». Y cuando leí esa frase entendí qué era lo que yo había estado haciendo durante ocho años.

Cuando supe que mi padre tenía cáncer en un estado tan avanzado que no había nada que hacer, comencé a escribir. Cuando mi padre enfermó y se convirtió en un niño solo en mitad de un derrumbe, quieto, viendo cómo su vida se venía abajo pedazo a pedazo, lo único que pude hacer fue envolverlo con palabras. Yo le leía cada cosa que escribía y él me escuchaba en silencio y al final decía: «Está muy bien. Sigue». Y así pasaron dos años.

Su último regalo para mí, el día antes de morir, fue una nota. Cuatro palabras: «Gabbi, termina el libro». Las últimas cuatro semillas que plantó. Después me dio la bendición y se fue. Y yo me quedé ahí, parada, quieta, cada vez más niña, en esa habitación llena de escombros, con una cajita de papel en las manos.

Entonces, llegaron las flores: 32.496 flores para mi padre recogidas en un libro. Lleva por título el primer pensamiento que vino a mi mente cuando el latido de su corazón se detuvo, cuando su respiración se apagó y yo solté su mano por última vez: Ha pasado un minuto y queda una vida.

La publicación del libro que resguarda el corazón de mi padre —y puede que también el mío— me ha traído muchas cosas bonitas, pero destaco tres. El gusto de saber que cientos de personas nuevas han conocido a un tal Álvaro Consuegra. La alegría de volver a ver el rostro de mi padre por la calle, en el escaparate de una librería, en unas manos, en un bolso, en ciudades y países que nos habría gustado visitar juntos. Y por último, el abrazo de tantos lectores que han tenido la generosidad de compartir sus propias historias conmigo. Gracias a ellos he entendido que los padres maravillosos están en todas partes, haciendo su magia, sembrando, regalándonos la primavera a quienes hemos sido afortunados. Cuando los veo jugando con sus hijos en los parques, cargándolos en sus hombros o enseñándoles a leer el periódico en un café, veo a mi padre, y a mi abuelo, y a los que estuvieron antes. Tantos Álvaros, tantos Pedros.

Es una alegría modesta, pero saber que padres maravillosos siempre los hubo y siempre los habrá hace menos amargo este febrero en el que es inevitable recordar que el mío se ha ido un poco pronto.