El cielo invisible

Mercedes Corbillón

FUGAS

10 jun 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Vuelvo de Madrid en ese tren que cruza la meseta en vuelo rasante. Por la ventana apenas puedo ver las encinas y los campos de trigo y las ruinas abandonadas de algún castillo que se deshacen como huellas en la arena un día de viento. Atardece y parece que con nuestra persecución al sol quisiéramos retener el tiempo, pero es inútil, siempre se va.

Esther me habla de librerías bonitas, de novedades editoriales, de las cuestiones que nos han llevado hasta allí. También me pregunta qué le ha pasado a mi pelo, a mis pendientes, al rostro alegre de ayer. Le contesto que yo no soy una mujer de un solo gintónic y que a veces no queda más remedio que tener aspecto de «día después». Ella sonríe y me recomienda una mascarilla para las puntas, tan enredadas que podría anidar en ellas una familia de grillos. Si cierro los ojos aún podría oír cri cri.

Abro el libro del regreso, que lleva en la portada el nombre de Luis Pousa y un corazón negro. Enseguida me golpea la belleza y quizás algo de la sangre que brota de esas cicatrices, porque supongo que de eso va El cielo invisible, de lamerse las heridas, de coserlas con palabras y con memoria y desinfectarlas con literatura y Sintrom y un poco de rock. Él lee en la consulta del cardiólogo, en la calle del Peruleiro donde atropellaron a su padre, lee en todas partes, lee a Mary Karr citando a Cormac McCarthy: «El hombre no puede conocer su mente porque la mente es el único medio que dispone para conocerla. Puede conocer su corazón, pero no quiere. Y hace bien, es mejor no mirar ahí dentro». Y, sin embargo, lo hizo, y el mío, al leerlo, latió.