
No me despertó la luz del amanecer con sus prisas de verano, lo hicieron los pájaros con su frenesí. Nadie tiene tantas ganas de vivir como las golondrinas en C. No recuerdo haber dormido en ningún otro lugar en que la vida suene así. Hasta el murmullo del mar es más liviano que el canto de las aves. Luego se levantarán los humanos y los ruidos de lo cotidiano enturbiarán un poco la belleza de la mañana. La única máquina que querría escuchar hoy sería el tictac de un corazón. No tengo ninguno cerca, pero sonrío viendo las sábanas de mis vecinos, que ondean como banderas blancas en el tendal. A saber quiénes son, pero me caen bien instantáneamente. La ropa de cama debería ser siempre así, lisa, clara y de algodón, y con las huellas invisibles del cuerpo y sus deseos eliminándose al sol. Siempre queda algo, por mucho jabón que uses. Siempre queda un recuerdo, por mucho que restriegues para azuzar el olvido.
Los tejidos son como las pieles, tienen memoria.
Me lavo la cara con agua y jabón y, al volver, el cielo se ha cubierto de nubes. La naturaleza es como la voz de la conciencia, empeñada en recordarme que todo cambia en un abrir y cerrar de ojos. De nada vale arrepentirse por no haber ido a la playa ayer. Que el pasado nunca vuelve lo dicen todas las canciones cursis. Seguramente los cursis nunca saben que lo son, como los necios, así que es probable que tenga una ahí, mirándome desde el espejo, con esas arrugas que no reconozco y ese secreto en la mirada. Es dificilísimo verse a uno mismo. Tampoco somos capaces de ver el fondo del cielo, porque somos incapaces de ver en el fondo de nosotros mismos. Sí, ya sé, eso se lo copié a Thoreau. Yo no soy tan lista, solo soy una señora que mira por la ventana y escoge palabras con la misma torpeza que corta las ramas de sus plantas en el balcón. Y con el mismo resultado. Se mueren sin que consiga hacer nada bonito con ellas. Ojalá al leerme alguien notase ese latido, apreciase algo parecido a lo que yo siento cuando en una de ellas nace una flor.