Jacob Howland: «Mi madre salió de su tumba escribiendo»

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Bette y su hijo Jacob, en una fotografía familiar en el año 2010
Bette y su hijo Jacob, en una fotografía familiar en el año 2010

La casualidad hizo que Bette volviese a las librerías 40 años después. Hoy, su hijo revela a una Howland pionera en el tratamiento de la depresión

02 dic 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

La vida comienza en una unidad de cuidados intensivos. La nueva vida, el renacer de Bette Howland, que despierta en esa sala fría, brillante, llena de ruidos de máquinas y voces ahogadas, tras haber engullido un bote de somníferos. Con su despertar, abre los ojos esta historia, que guarda los recuerdos de un año de ingreso en un hospital psiquiátrico para sanar las heridas de su intento de suicidio. En El Pabellón 3, publicado en Estados Unidos en 1974 y traducido ahora al español de la mano de la editorial Tránsito, conocemos lo que sucedió dentro de aquel hospital, la historia contada por la propia Howland (Chicago, 1937-2017). Pero fuera le esperaban sus dos hijos, Frank y Jacob. El último, culpable en parte del redescubrimiento de Bette, hace memoria de aquellos días.

­—¿Qué recuerdas de esa época? Porque eras muy pequeño…

­—Mi hermano mayor y yo éramos niños. Yo tendría unos 8 o 9 años y Frank sobre 10 y la verdad es que no teníamos ni idea de que mi madre había intentado suicidarse. Hay una parte del libro en la que aparecemos, mi madre cuenta como mi abuela nos lleva a la puerta del hospital para que Bette nos pudiese ver por la ventana. Pero nosotros lo hemos hablado y ninguno recuerda ese momento, solo sabíamos que algo malo pasaba… sobre todo porque nos tuvimos que mudar a Florida, con nuestros abuelos, en mitad del curso. Supongo que, en parte, cuando sucede algo malo a tu alrededor, intentas olvidarlo.

—¿Cuándo fue la primera vez que fuiste consciente de lo que había pasado tu madre?

­—Bueno, en 1969 [un año después del intento de suicidio] mi hermano y yo ya habíamos vuelto a vivir con mi madre a Chicago y sabíamos que estaba deprimida. Pasaba la mayoría del tiempo en la cama y, bueno, fue una época dura. De hecho, después de un tiempo, nosotros nos dimos cuenta de que aquello no podía seguir así y decidimos irnos a vivir con nuestro padre a Nueva York, para salir de aquel ambiente. Y, aunque supongo que mi madre no querría que nos fuéramos, yo creo que fue un alivio para ella. Era demasiado cuidarse a sí misma, como para tener que cuidarnos también a nosotros.

—Me sorprende saber que después de su estancia en el psiquiátrico todavía no se había recuperado. Al final del libro ella acaba diciendo que ya no busca la muerte, que ahora quiere vivir. Sin embargo, todavía seguía luchando contra la depresión

—Sí, efectivamente ella ya no quería matarse, quería vivir. Pero también se puede leer, en la última página, que tenía miedo. Tenía miedo de volver a caer en la depresión porque  recuperarse de la enfermedad es un proceso muy largo y definitivamente su camino lo fue.

 —¿Y crees que escribir el libro ayudó en el proceso de recuperación?

—Yo sí creo que escribir le ayudó. No sé a ciencia cierta si ya comenzó a tomar notas durante su ingreso o fue después… Sospecho que tuvo que ser un tiempo después porque, como te decía antes, tras salir del hospital todavía seguía muy deprimida y no creo que pudiese escribir nada en aquel momento. Pero sí que sé que Saul Bellow [escritor estadounidense y amigo íntimo de Bette Howland] le envió una carta un poco antes del intento de suicidio diciéndole «deberías escribir». Y creo que esa idea la guardó consigo un tiempo hasta que estuvo preparada para hacerlo. Yo siempre he pensado que mi madre salió de su tumba escribiendo, que la literatura tuvo algo de terapéutico para ella porque le dio un propósito.

—También parece que fueron claves sus compañeros en el pabellón psiquiátrico. Les dedica a todos gran parte del libro

—Para ella, ser parte de ese grupo que forman todos esos personajes que van apareciendo en la novela fue algo vital. Yo creo que en el libro hay tantas voces porque ella salió de la depresión observando esa colectividad, viendo que había gente que entraba y salía, que había otros que nunca se iban a recuperar… Y yo siento que estar en ese contexto que pinta el libro hizo que ella se diese cuenta de que solo había dos caminos: o entro y consigo salir o me quedo aquí para siempre. 

—Sí que llama la atención que, pese a ser una historia profundamente personal, el libro no se mueva en lo íntimo. Está lleno de voces.

—Sí, mucha gente ha escrito o me ha dicho que no le ha gustado el hecho de que ella no sea el centro de su propia historia, que parece que en el libro habla más de los otros que de sí misma. Pero para mí eso es lo brillante. Ella está observando el mundo, percibiendo la realidad humana con una gran sensibilidad y para mí es lo más interesante. Todos los personajes que hay en la historia, las personas del psiquiátrico, son únicos y creo que ella es capaz de transmitir perfectamente qué es lo que hace único a cada individuo. Les hace justicia.

Bette, en los años sesenta
Bette, en los años sesenta

—Me da la impresión de que con El Pabellón 3 intenta cerrar un capítulo, ¿no?

—Pues fíjate, ella ya había escrito antes y había publicado algunos artículos. Pero creo que esta experiencia hizo que se diese cuenta de que su vida era su material. De que podía coger su sufrimiento y convertirlo en literatura. ¿Sabes eso de «si la vida te da limones, haz limonada»? Pues lo mismo: de algo amargo, sacó algo dulce. De hecho, después de El pabellón 3 escribió otros dos libros profundamente autobiográficos también. Así que sí, puede que fuese un intento de cerrar el capítulo de la depresión, pero yo creo que más que cerrar, con este libro abrió una nueva etapa de su vida.

—¿Su renacer?

—Sí, es como si entendiese que es un nuevo comienzo. Al principio del libro menciona que las puertas del hospital le parecen el canal vaginal. Es casi un nacimiento, su nacimiento como escritora. Además por las puertas de emergencia, uno puede salir pero luego ya no puede salir.

—Ella quiso apostar por el género de la autoficción, que está tan de moda ahora. ¿Este libro de los 70 tiene una mirada moderna?

—Sí, para mí es muy fresco. Y también me parece moderno el retrato psicológico que hace de todas las mujeres que van pasando por la historia. Todas son mujeres poderosas, que ella describe con mucha fuerza y con una presencia muy viva. 

—Y casi como si fueran una hermandad, hay mucha sororidad entre compañeras. 

—Sí, sin duda.

—También es un libro sorprendentemente cómico. ¿Reconoces a tu madre en esa mirada tan irónica?

—Sí, muchísimo. Y sé que es raro, pero yo me río mucho con este libro. Además creo que ella estaba orgullosa de haber conseguido transmitir esa capa exterior cómica de una realidad profundamente trágica. 

—Cuéntame cómo se redescubrió El Pabellón 3. He oído que tiene una historia curiosa…

—Pues fue Brigid Hugh­es, la editora de A Public Space, que un día mientras estaba ojeando la sección de 1 dólar de una tienda de segunda mano, encontró el libro de mi madre publicado en 1974. Le gustó la portada, básicamente, así que se lo llevó a casa, lo leyó y le gustó. Pero empezó a buscar información sobre mi madre y no encontró nada. Ya sabes, era otra generación, no tenían Facebook [ríe]. Finalmente me encontró a mí, que era profesor de la universidad de Tulsa. Empezamos a hablar, yo empecé a buscar manuscritos inéditos de mi madre... Y acabamos generando una nueva ola de atención sobre su obra.

—¿Y ella qué pensaría ahora?

—Bueno cuando fue redescubierta ella ya sufría de alzheimer, pero aun así habló con un periodista que le preguntó: ¿qué se siente siendo Bette Howland? Y ella le contestó: Bette Howland murió hace mucho tiempo. Para mí fue muy triste, porque me hizo ver que ella ya no se reconocía en la persona que había sido. Aún así, creo que a día de hoy estaría encantada de la nueva acogida que está teniendo su obra. Aunque sé que no le habría gustado ser recordada como «mujer escritora» o como «escritora judía». Nunca le gustaron las etiquetas.