El amor está en el aire. El taxista me dice que él, a su mujer, le llevará una hoja de bacalao en lugar de una rosa. Me río. Mejor el bacalao si lo cocina usted, le digo. Se ríe. El amor de «centro comercial» nos asalta desde las vallas publicitarias. En el centro de la ciudad, una advierte de sus peligros. No existe el amor romántico, ni la media naranja ni el estábamos destinados. Solo le falta decir, nunca anduvimos para encontrarnos, negando a La Maga y a Horacio, que no se buscaban, pero se cruzaron en París, negando a Cortázar y a Scott Fitzgerald y a Marguerite Duras, negando a Gloria Fuertes, que iba «por las calles tan contenta» y «no llevo encima más que tu nombre». Negando lo que somos, emoción embridada por la razón.
Digamos no a la sumisión, no a la desigualdad, no a la dependencia, no a la culpa y los candados. Las mujeres podemos jugar a otras cosas como la creación, la ambición, el poder, el deseo, pero ya es bastante gris el mundo como para matar al amor, que es una ficción, una ficción gigante e inigualable, azarosa e inexplicable, necesaria como el arte o la vocación. Tan esquiva como ellos.
En la radio también hablan de amor. Es un invento del siglo XIX, dicen. Me persigno como hacían las beatas cuando veían a una fresca besarse en un pajar. Como si no se hubiese enamorado Helena de Paris o Romeo de Julieta o Dante de Beatriz. Como si el ingenioso hidalgo no le hubiera escrito a Dulcinea una carta hablándole de sus cuitas, fuertes y duraderas. El amor no es un invento, es como el hambre, solo quien lo probó lo sabe. Y se acaba cuando lo sacias, como el bacalao.