75 años de Sabina, el canalla sensible

Carlos Portolés
Carlos Portolés REDACCIÓN / LA VOZ

FUGAS

BENITO ORDOÑEZ

La carrera de este niño de Úbeda con carné del Atlético de Madrid ha dejado un puñado de himnos que siguen sonando y una marea de admiradores todavía encendidos por su música

28 feb 2024 . Actualizado a las 09:53 h.

Sabina el personaje y Sabina el cantante levantan, aún en tiempos presentes y tras tantas décadas, una brisa de frescura que, sin ser arrolladora, es siempre confiable y siempre cercana. Para muchos es un amigo. Y, por eso, a él recurren cuando quieren ser reconfortados o cuando quieren compartir penas. Luego está esa unión más pequeña, ese nicho creciente, que son los hinchas sufridores del Atlético de Madrid. Esos a Sabina le tienen simpatía ya por una cuestión folklórica, al margen de lo que opinen de su música. Pero son, vamos, muchos los grupúsculos, las bandas y los bandos que miran, aunque sea de reojo, al señor de la voz ronca y las canciones un poco tristes y un poco alegres y un poco ebrias. Sin un mar de complicidades no se consigue navegar durante tantos años.

Comiendo tiramisú de limón, a muchos les han dado las diez y las once y las doce y la una. Con esta frase, que no tiene ningún sentido, pero como ya está escrita ahí queda, se demuestra que, más allá de la gracieta sin gracia, decir cosas sabineras solo lo hace bien Sabina. No admite imitaciones. Aunque, a su vez, es capaz de conectar íntimamente con millones de orejas. Porque, sin ser como nadie en particular, es un poco como todos. No es inalcanzable o imposiblemente histriónico. Es un tipo que te podrías encontrar por ahí y que, si no fuera porque ha escrito un puñado de himnos y lo hemos visto hasta en la sopa del cocido, no llamaría demasiado la atención. Un señor de voz rasgada, ni muy guapo ni muy feo. Pero, eso sí, con un magnetismo quemador.

Romántico a su manera

Por decir verdad, también son unos cuantos los que se revuelven contra su halo de canalla buscador de ginebras. Pero es que, y esto lo decía letra arriba letra abajo un señor con la mano izquierda de adorno, si no hay ladridos de fondo, el caballo no está galopando. Todavía en esta hora, tan distinta de horas pasadas, hay razón para partir lanzas y hasta picas por Sabina. Tiene, es verdad, un poso de antihéroe —que no villano— de otra época. Pero, igual que no es alhaja todo lo que brilla, tampoco es malvado todo lo que canallea. Más allá del primer ojeo, que puede señalar hacia el cinismo agrio, hay lírica. Sin refinamiento repipi ni monóculo. Una belleza bruta e instintiva que solo tienen los que nacieron con talento genuino. Del que no brota ni se enseña ni se entrena.

Podría Joaquín, porque esto es algo que triunfa en todas las eras, haberse quedado en el amargor y el libertinaje rockanrolista. Haber engordado la faceta de fiestero irredimible. Y, sin embargo, en muchos momentos eligió, con admirable sentido de la nobleza, dejarse ver casi desnudo. Abrir una ventanilla hacia sus roturas de corazón y miserias personalísimas (porque personalidad, en esto no hay negación posible, tiene un ratito). Él es una especie de intersección entre el cañí y el poema sensible. Le imprime esto a sus versos, que brincan entre lo pinchante y lo abrazador, una pintura de la costumbre, de realidad callejera. Como un cuadro de Hopper en el que los parroquianos del bar llevan chupas de cuero y hablan entre ramalazos acarabanchelados o vallecanos. Porque vale que nació en Jaén, pero anda que no habló de Madrid y no frecuentó sus bares y sus recovecos con pericia de sherpa nepalí en el Himalaya.

Javier Cebollada | EFE

Le gustaba provocar y patinar su espíritu de cierta acidez que algunos encontraron corrosiva ya desde los inicios. Pero, en el buceo, se encuentra a un chico romántico a su manera que ha cantado sobre lo solo que ha sentido, lo cerca que ha estado del abismo y sí, los fondos de botella que ha visto. Y no de una forma pasota, además. Recordemos que, lo consiguiera o no, Sabina es el señor que se marcó el objetivo sansónico de escribir la canción más hermosa del mundo. Lo que le salió del empeño es reseñable y hasta enmarcable. Contó que él tenía un botón sin ojal, un gusano de seda, medio par de zapatos de clown y un alma en almoneda. Y también un carné del Atleti (eso sí que es hermoso) y una cara de culo de vaso y unas cuantas cosas más.

Aunque no todo ahí fuera son margaritas en flor. A veces hay comedia esperpéntica, como la de aquel pacto berlanguiano entre caballeros que se selló en una noche en la que casi le dejan sin cartera sin cadena y sin reloj, pero al final solo tuvo que escribir una canción. O resentimientos, como los que despertó un amorío que duro lo que dos peces de hielo en un güisqui on the rocks. O melancolía, en una calle que no pudo cambiar por el barrio de la alegría. Vivía, creo, en el número siete. Cerca, decía, de la posada del fracaso donde no hay consuelo ni ascensor. Pero esto debió de ser un simple recurso poético. Porque precisamente fracaso no es una conjura de letras que venga a la mente cuando se busca definir su carrera. Libertad, contestación. Alternativa, a lo mejor. O duende, que para algo fue un niño andaluz.