Rothko en París

MARISA SOBRINO MANZANARES

FUGAS

Un visitante contempla la obra «No.5» del artista estadounidense Mark Rothko en la Fundación Louis Vuitton, en París.
Un visitante contempla la obra «No.5» del artista estadounidense Mark Rothko en la Fundación Louis Vuitton, en París. TERESA SUAREZ | EFE

Este martes concluye la magnífica exposición que la Fundación L. Vuitton ha dedicado al artista que sublimó la pintura en grandes campos de color y aborrecía explicar sus obras

02 abr 2024 . Actualizado a las 11:37 h.

Es difícil hablar de la obra de Mark Rothko. Su pintura hay que verla, hay que compartir su intensidad, respirar la profundidad de sus espacios, sumergirse en las manchas de color de sus telas

Después de seis meses de permanencia, este martes concluye la gran exposición que la Fundación L. Vuitton ha dedicado a este artista. Instalada en París, en su sede del moderno edificio de la Fundación construido por Frank Gehry, se cierra la que quizás haya sido la mejor y mayor antológica celebrada sobre este pintor abstracto americano de origen ruso. Con una exitosa afluencia de público venido de todas partes del mundo, la muestra despliega un recorrido de su trayectoria artística. Una historia que abarca su inicial formación americana desde sus primeros pasos de un gusto realista indefinido hasta la construcción de un lenguaje propio y su sublimación de la pintura en grandes campos de color.

CONSTRUYENDO EL LENGUAJE

El proceso viene marcado por la presencia de autores europeos de vanguardia en las salas del MoMA, artistas repatriados que, instalados en Nueva York, huían del gobierno nazi y de la guerra europea. Ello será un primer detonante que empiece a encauzar el trabajo de las nuevas generaciones americanas. La convivencia de los jóvenes que, como él, buscaban nuevas experiencias a través de inmersiones en el subconsciente colectivo marca otra de las pautas de su lenguaje. Junto a ellos, en esta camaradería bohemia, la incuestionable figura de Arshile Gorky y su deriva hacia formas biomórficas van a ser otros de los factores que marquen la trayectoria, no solo de Rothko, sino de todos los colegas que frecuentaban el Cedar Bar

Durante la década de los 40 ocurren una serie de circunstancias que van a ser vitales para el expresionismo abstracto. Pollock será el que rompa el fuego: su pintura gestual y vitalista, junto a sus iniciales chorreos, dieron pie a todo un universo de nuevos caminos que se internaban definitivamente en la abstracción. El propio Rothko, el más apartado de las agresivas gestualidades del movimiento, empieza a sustituir las ambiguas figuraciones que protagonizaban entonces sus cuadros por un conjunto de manchas que abigarran confusamente sus telas. Manchas que se irán ordenando, diluyendo y absorbiéndose por sí solas como buscando cada cual su propia posición en la superficie de los cuadros. Se inicia así, a finales de la década, un proceso de espacialidad, un trabajo de diluidas capas cromáticas que se superponen y conforman flotantes campos de color.

LA IMPOSICIÓN DE LO ABSTRACTO

La obra de Rothko apenas variaría desde entonces. Los lienzos adquieren mayores dimensiones, usando casi siempre formatos verticales, explorando esas zonas rectangulares en las que el color queda suspendido en una mezcla de sutileza e intensidad que se impone y nos envuelve. Si algo lo unió con los otros expresionistas abstractos fue su sentido del lienzo como campo de acción, sin compartir ni su técnica ni el estilo. Sus lienzos, frente a los de Pollock o De Kooning, no registran ningún gesto agresivo, ni los tachones o chorreos de los otros, sino que sus superficies son limpias, cercanas a un reduccionismo esencializado en dos o tres rectángulos que se superponen horizontalmente. Un hacer que definiría prácticamente toda su obra posterior, imbuida en esas bandas de color que se distinguen unas de las otras pero no se delimitan entre sí, sino que se funden suavemente como si estuvieran flotando sobre las que tienen debajo. Trabaja bañando la tela, la primera capa como un lavado, un fino manto de cola caliente, mezclada con pigmentos que se funden sobre el lienzo y lo empapan difuminando las huellas del pincel. Después irá dando velos de color muy diluido tiñendo unos a los otros, desde el más profundo al más externo; aplica transparencias y superpone velos de pigmento con materias muy fluidas.

Trabaja aún con el color húmedo, extendiéndolo con el ritmo regular del movimiento, desde el centro a los bordes, en un proceso de continuo ajuste. Con ello obtiene esas formas flotantes que son tanto color como espacio, tanto lleno como vacío, interviniendo el recinto en el que el cuadro se encuentra. Estos cuadros ya no son sólo objetos colocados en una pared, sino que traspasan sus límites e invaden el ámbito de las salas. Se vuelven un medio ambiente en sí mismos. Su intensidad afecta a nuestro interior, genera de forma abrumadora, toda una serie de emociones, estados de ánimo, sentimientos, creando más que una superficie para mirar, unos ámbitos espaciales que evocan el vacío e invitan a la quietud y al silencio. 

Rothko siempre fue un artista que aborreció explicar sus obras. Entendía que la obra tenía que ser contemplada, y a partir de esa comunicación entre la pintura y el espectador, surgía la obra de arte. Como él mismo afirmaba: No me interesa la relación entre el color y la forma ni nada por el estilo. Solo me interesa expresar las emociones humanas más elementales. La tragedia, el éxtasis, la fatalidad del destino y cosas así. 

Apenas habrá evolución a lo largo de su vida. Rothko era un hombre introvertido. Abandonado por su mujer, se retira a un voluntario aislamiento. Llevaba años arrastrando una horrible depresión que finalmente, en 1970, lo empuja al suicidio. Cincuenta años después se le ha dedicado esta gran exposición en Europa. Será difícil que tengamos ocasión de volver a ver una retrospectiva de tal categoría y, con ella, una demostración tan hermosa de la pintura.