Don Quijote tenía razón: una defensa moderna del único cuerdo de La Mancha

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Como a la muchacha de Mocedades, a Alonso Quijano lo llamaban loco. Pero, si se pone verdadera atención en la lectura, se descubrirá que el de la Triste Figura es, en realidad, el último hombre cabal sobre la tierra, el último gran idealista

14 jul 2024 . Actualizado a las 13:56 h.

No se estila en los tiempos que corren —o corretean— la reivindicación de don Quijote de la Mancha. Como los pantalones cagados o las hombreras, pareciera que el noble hidalgo de lanza astillada y en astillero, después de haber cumplido diligentemente sus funciones, hubiera sido relegado a o encerrado en lugares remotos, vagos y difuminados de la conciencia compartida. Ensacado en los sótanos de las cosas desfasadas. Poco más que una silueta pincelada con vaguedad en la superficie de la cultura popular, siempre cambiante y a veces corrosiva con lo que ya fue.

Para (casi) todo español es familiar, aunque sea en grado somero, la andanza del virtuosísimo Alonso Quijano, de su fiel corcel Rocinante y del siempre seguidor y siempre quejumbroso escudero Sancho Panza, falto en mollera pero generoso de espíritu. Millones de nosotros vivimos en años escolares la lectura impuesta (o impostada) de esta obra. Como buenos niños en actitud de berrinche, nos revolvimos como lagartijas en cazuela ante la perspectiva de tener que abordar el mamotrero. De tener que acometer la inhumana tarea de abrir siquiera aquella torre de babel empapelada que se alzaba del suelo casi tanto como nuestros enclenques cuerpos. Recorrer los mundos ficticios de la meseta cervantina no era en aquellos días, por lo que fuera, nuestra idea de diversión. 

El justiciero manchego encierra, sin embargo, valiosas enseñanzas que solo florecen frente a los ojos tras el reencuentro maduro. Es, quizás, quijotesco esto que voy a pedir, pero ahí va. Denle otra oportunidad a la novelita, anden. Más allá de las grandes disquisiciones filosóficas sobre la caballerosidad o el barroco irredento, es esta, muy verdaderamente, una historia amena y —elevo la apuesta— desternillante. Desde los pasajes escatológicos, donde la flatulencia y la regurgitación son soporte y epicentro de la trama —que se pasan dos capítulos enteros vomitándose encima, vamos—, hasta los desvaríos despelotados de un hidalgo caballero que, aquejado de mal de amores, decide ponerse a dar volteretas por el monte con sus colgaduras al viento. Y es que, esto es así, no hay forma más insigne de demostrar al mundo entero el amor por tu dama, que es, además de bellísima, de muy fino entendimiento y de muy entendida finura —¡Y ay del que sugiera que es la simpar Dulcinea, del Toboso natural, en verdad, una labriega cejijunta que mata gorrinos a puñetazos! Pues con el colérico brazo vengador del de la Triste Figura habrá de lidiar en sanguinario enfrentamiento—.

 El patetismo empapa, claro, la desenvoltura del relato. Entre los desvaríos febriles del muy casto y muy valeroso don Quijote yacen soterradas, no obstante, verdades que pinchan como pincha la alabarda del alabardero. Nuestro Alonso no es un loco gentil, sino un gentil que vive en un mundo que se ha vuelto loco. ¿Son molinos, acaso? ¿Han de ser, por fuerza, molinos? ¿Es que lo pone en algún lado? ¿Está prohibido en los tiempos nuevos vivir para el bien y para las grandes ideas de la justicia y de la verdad y del honor? No. Nuestro Alonso no está loco. Nuestro Alonso es el único morador de la tierra que aún encierra en sí las más bellas razones, los más refinados motivos. Y siendo esto esto así (que lo es), ¿cómo no va a echar mano a la espada a cada paso? ¿cómo no va montar en cólera y espolear a su Rocinante en cada recodo del sendero? Si los malvados no se detienen ni para tomar aliento, tampoco ha de hacerlo nuestro paladín. Nuestro paladín de las causas (no) perdidas. Basta con que uno recuerde por donde se llega a la luz, con que uno acuda en asistencia del sediento y del hambriento y del débil, para que la raza de los hombres no esté aún acabada. Hacen falta quijotes. Que se empapelen las ciudades y los pueblos con este anuncio. ¡Se buscan quijotes!

No es una tarea tan ímproba como pudiera parecer el reencontrarse con el espigado campeón y su redondo adherido. Con el rocín y con el jumento. Con el carcajeo y la amargura. Tan solo hay traspasar la cáscara, a veces —cierto es— algo gruesa, de un lenguaje que no por desusado ha perdido sus esmaltes originales, de la misma forma que sigue siendo impertérritamente bella una reliquia de museo que descansa perfectamente conservada tras un límpido cristal. El sueño de don Quijote sirve también para elevar sobre la tiniebla la realidad de nuestros días.