
El viaje al siglo XXI de este clásico del cómic revela la larga mirada de los argentinos Oesterheld y Solano. Un historia que triunfa ahora en Netflix. Habrá segunda parte.
08 may 2025 . Actualizado a las 05:20 h.Un hombre camina solo bajo la nieve por una amplia avenida en una gran ciudad. Completamente cubierto de ropa. No extraña dado el temporal que tiene encima. Si se aproxima el foco, el paisaje chirría. La nieve está cayendo sobre Buenos Aires, una anomalía ya de por sí; sucede que además en pleno verano austral. Este tipo porta un arma larga, se cubre el rostro con la máscara de un buzo y ni detiene el paso para interesarse por un cuerpo que yace a sus pies. No lo hace porque hay cientos de cadáveres más. Posiblemente miles, y lo sabe. Cadáveres en camiseta y chanclas, cubiertos por la nieve. Su mirada se ha acostumbrado a ello.
Al argentino Héctor G. Oesterheld, de padre alemán y madre española, le fascinaba de chaval Robinson Crusoe. Y se imaginó una historia para un personaje similar a mediados de los años cincuenta, en plena guerra fría, con la OTAN recién nacida, con la amenaza nuclear y dictaduras varias asentándose por el continente latinoamericano. Su historia llevaba por título El eternauta, puso a los lápices a un talento como su paisano Francisco Solano López e inició su publicación por fascículos —como se hacía entonces— en una revista. Una distopía, una ciencia ficción con posibles lecturas alternativas. El resto es historia del cómic mundial, posiblemente la primera gran novela gráfica clásica en español, trasladada ahora a una pantalla, a una serie en Netflix estrenada en España en los días previos al gran apagón. Casualidad, sí, pero una promoción extraordinaria. Una situación anómala que ha disparado el interés por esta obra.
El eternauta pintado y el animado tienen mucho y poco que ver. El primer choque son los tiempos: uno ambientado en el siglo XX, el otro trasladado al XXI. Posiblemente un acierto; todos los que intentaron llevar la obra con total fidelidad extrema al cine o la televisión renunciaron. La obra de Netflix, adaptada en el guion y dirigida por Bruno Stagnaro, traslada la historia a un momento en el que hay móviles, televisión a la carta, abundantes productos en los supermercados y manifestaciones —lo corriente— por las calles de Buenos Aires. Y todo se viene abajo. Es una historia en color, y no en el blanco y negro dramático que ejecutó Solano, un cambio que nos permite ver los ojos azules de Ricardo Darín, convertido en Juan Salvo, el protagonista, bajo las gafas de buzo que le protegen de la nieve.
Porque la clave está en la nieve. No hemos hablado de la nieve. Por qué hay que protegerse tanto de la nieve. Qué pasa si tocas la nieve. Por qué cae nieve en Buenos Aires en pleno verano. Ese es el origen de la distopía, y el origen de las dos historias, la de papel y la de televisión.
Ambas arrancan en una noche en una acomodada casa de un buen barrio de la capital argentina, donde se ha reunido, como cada semana, un grupo de amigos para jugar a las cartas en el sótano de la vivienda. Hasta que un apagón y el ruido de unos coches golpeándose les hacen levantarse. Está nevando. Hay algo extraño en el ambiente, y uno de los tipos de la timba de cartas decide regresar a su casa para ver cómo está su familia. (La familia, preservar a la tribu de la nieve, la épica fundamental). En cuanto un copo le roza la piel, el tipo cae fulminado. Y todos los que le ven desde la casa lo entienden al momento: esa nieve es fatal. ¿Cuántos habrán muerto ya, sin saberlo, en sus coches con las ventanillas abiertas, aquellos que se asomaron por las ventanas, todos los que caminaban por las calles...? Sin comunicación, helados, revisando víveres, tanteando para confirmar que ellos, resguardados, están bien. Son una isla, unos robinsones en esa casa. No saben si hay alguien más ahí fuera. Y eso es lo que intentarán saber. Y fuera solo hay miseria, también humana.

El eternauta cautivó semana a semana a miles de lectores. Ocultaba, bajo capas y capas de ciencia-ficción, una lectura política que el tiempo y las circunstancias que acompañaron a Oesterheld y Solano agrandaron. Había una crítica al poder sin límites y a la falta de libertades, y un aviso ante agentes externos (¿Estados Unidos? ¿La URSS? Dependía de quien lo leyera) que querían imponer gobiernos títeres con una especie de hombres-robot detrás, como figuran en el cómic. Oesterheld acabó radicalizando su discurso con los años, fue torturado durante la dictadura argentina y murió desaparecido, como parte de su familia, como tantos y tantos. Antes le dio tiempo a hacer una versión, con dibujo del maestro Alberto Breccia y mucho más política, de su obra maestra, que enviaba desde un escondite. La fatalidad.
El libro fue un éxito. Recomendado incluso por algunos profesores en colegios. Prohibido por algunos políticos en Argentina. La historia en papel quedó cerrada. Netflix anuncia una segunda parte.