
En la novela de Xita Rupert hay playa y gente que vive en pantalones cortos. Multimillonarios armados con pistolas y dinero sucio, blanqueado convenientemente, como siempre hace el lujo, que también anestesia
14 ago 2025 . Actualizado a las 05:00 h.Opongo firme resistencia al veraneo, pero todo lo firme se puede desmoronar como las carnes, los principios o los programas electorales y contradecirse está bien o es inevitable, así que me fui a C. en pleno agosto esperando ver las perseidas o cegarme con las luces de las autocaravanas, más prolijas que los cuerpos celestes, que son esquivos incluso en ese cielo inventado que me recibió en rojo oscuro casi lila a la altura del faro, en ese atardecer que no es del fin del mundo, pero tiende a él. Todo parece terminar allí o empezar de nuevo, como la propia belleza, que es siempre una sorpresa, no importa cuántas veces te hayas topado con ella. A la fealdad, en cambio, nos acostumbramos para luego olvidarla y seguir viviendo sin que nos afecte. Eso pensaba mientras llevaba el coche a las afueras de las afueras del pueblo en busca de aparcamiento. De transporte público en los paraísos gallegos andamos regular. En realidad, la frase o la idea de relumbrón la acababa de leer en el libro de Xita Rupert, que llevaba en el bolso a medio terminar. En su novela también hay playa y gente que vive en pantalones cortos, pero no son veraneantes, sino ricos. Los ricos no veranean, los ricos son el verano. Los protagonistas, una niña, un adolescente y su padre, profesor universitario con relaciones de alto nivel, se instalan en Key Biscayne, una isla de Miami, un ecosistema de manglares y mansiones, de caimanes y multimillonarios armados con pistolas y dinero sucio, eso sí, blanqueado convenientemente, como siempre hace el lujo, que también anestesia. La narradora recuerda los hechos de aquella temporada con tanta lucidez como puntos ciegos.
En C. el lujo no existe, creo, pero sí un buen gusto que se va extendiendo en las casas restauradas respetando su condición previa de simples viviendas de aldea junto al mar. El ladrillo descontrolado ya no se lleva y eso me pone contenta. Ya en mi palomar, ignoré la verbena y seguí la historia de familia de la catalana, que tiene una voz poderosa y naranja como la luz que la luna arrastraba esa noche por la bahía. Se hace difícil apartar la mirada, aunque su verdad sea ondulante como el mar. O precisamente por eso.