Robert Redford: el actor hidalgo que pasó la antorcha

FUGAS

Robert Redford, como tallado en piedra, en «El candidato».
Robert Redford, como tallado en piedra, en «El candidato».

Utilizó su festival, Sundance, como altavoz y escaparate para nuevos creadores que tenían cosas que decir, a menudo a costa de la merma de su propia cartera

18 sep 2025 . Actualizado a las 20:49 h.

La mezquindad a veces se da la mano con el éxito. Cuántas superestrellas con ínfulas, de esta o aquella disciplina, no se habrán revelado con el tiempo y los vítores como verdaderos indeseables endiosados. Gente que se sube a su torre de marfil y desde arriba mira con desprecio a los que vienen detrás y luchan aún por mantenerse a flote y demostrar sus talentos. No era este el caso de nuestro amigo aliterado —erre erre, Robert Redford—. Siempre quiso trasladar una imagen de llaneza, de cercanía, de conexión con sus admiradores y con los nuevos rostros emergentes de la industria. El epítome de estos esfuerzos democráticos se hizo carne con la fundación, en 1983, del festival de Sundance.

El rostro de esta legendaria muestra fue cincelado a imagen y semejanza de la hidalga figura de Redford. Sin aspavientos, brillantina o rocanrol. Una reunión entre colegas cinéfilos con las níveas elevaciones de Salt Lake City como telón de fondo. Paraje tranquilo y evocador que se convertía, por unos días al menos, en un oasis donde se alzaban las voces con algo que decir. Sin apenas barreras de entrada ni prejuicios. Directores, algunos muy nuevos, reivindicando sus visiones y abriendo un balcón a los pliegues de su mente.

Y todo esto gracias a un señor que no tenía nada que ganar en el asunto. Al menos, nada pecuniario. Le da esto al proyecto una dimensión romántica aún más profunda. El empeño altruista y vocacional del veterano decidido a pasar la antorcha. A guiar a las nuevas hornadas por los caminos transitados y descubiertos. Decenas de obras han visto la luz de las carteleras mundiales gracias al escaparate pulcramente dispuesto por ese rubio león de espíritu poco taimado, que se convirtió en las últimas décadas de vida en empujador de causas, si no perdidas, al menos en batiente retirada. A su alrededor, ejecutivos con traje y menos visión creativa que un arbusto deshojado rumiaban los cimientos de ese infrahollywood de plástico y algoritmo que se nutriría casi exclusivamente de papillas y pastiches fritos y refritos. Y él, impasible, volvía cada año a su rincón entre montañitas, árboles y nieve. Se acercaba a los no escuchados y les preguntaba: «¿Qué tenéis vosotros, creadores ignorados, para contar al mundo?». Desde ahí construyó. Y no pocos le deben, aún hoy en la hora de su muerte, buena parte de sus despegues y sus éxitos a la empresa algo caballeresca del guapo de Memorias de África. ¿Qué sería del cine sin este puñadito de dementes gentiles? Pues probablemente no sería. Habría un sucedáneo sacaroso. Habría imágenes en movimiento y explosiones estruendosas. ¿Pero cine? Cine no habría en ningún rincón del gigante norteamericano.

Un director honesto

Se pasa muy de puntillas, quizás con cierta razón, por la labor directoral de Robert Redford. Como hombre enamorado de la cámara —y no hay más que ver los planos enmarmolados que tiene el condenado para cerciorarse de que era un amor muy pero que muy correspondido—, en una decena de ocasiones se lanzó a firmar obras propias con desigual resultado. A pesar de algún patinazo (que lo hubo), ornamentan su filmografía un joyel y varias piezas meritorias. El joyel en cuestión es, para mayor gloria, el debut. Esa absoluta obra maestra rotunda, redonda y rajadora que fue Gente corriente. Increíblemente, hoy todavía discutida por algún iluminado con la bombilla fundida. Firmarían con sangre nueve coma nueve de cada diez directores parir algo siquiera la mitad de excelente. Gracias, Roberto.