Ramón Lago, «el Resucitado»

Á. M. Castiñeira REDACCIÓN / LA VOZ

HEMEROTECA

Un mal golpe de mar echa a pique la «Pepita» cerca de Fisterra. Días después, uno de sus cinco tripulantes vuelve de entre los muertos de la forma más inesperada

21 oct 2017 . Actualizado a las 03:20 h.

Eran tiempos aciagos en el puerto de Muros. «Apenan profundamente las desgracias que se registran en este distrito», comunicaba el corresponsal de La Voz. En cuatro meses y otros tantos accidentes marítimos, el Atlántico se había tragado a diez marineros. La última embarcación en irse a pique era la Pepita. Al menos, así se presumía. El 1 de abril de 1895 había salido «para la pesca de altura», «patroneada por José Luces Bermúdez y tripulada por su dueño, Santiago Bermúdez, y por Manuel Leis, Ramón Lago y Domingo Barreiros».

Los días pasaban sin noticias de ellos. «Impacientes, sus familias supusieron un accidente desgraciado». La confirmación de los temores de cuatro de ellas fue también la de las esperanzas de la otra. Llegó el 11 de abril, en papel de telegrama, a la casa de Josefa Louro, esposa de Ramón.

La Providencia tenía chimeneas y nombre inglés. «Salvado solo por vapor Coathan llegado a Savona. -Ramón Lago». La escueta frase lo aclaraba todo excepto por qué había ido a parar el hombre al puerto italiano. A su vuelta, tendría tiempo de explicar los detalles. Pero antes, sus vecinos ya le habrían cambiado el nombre por el de el Resucitado.

El 3 de mayo, nada más llegar el marinero a Muros, el corresponsal se entrevista con él y remite al periódico su testimonio, que introduce con una aclaración: «Arreglando un poco su espontáneo estilo y conservando íntegra la tecnología marítima usada por el náufrago, que esmalta su interesante y conmovedor relato, le dejo a él la palabra». El accidente, explica Ramón, ocurrió el 4 de abril. «Nos hicimos a la vela, del caladero Cantil, siete u ocho leguas nornoroeste del cabo Finisterre, viento [...] fuerte y marejada [...], navegando con rumbo sureste a Finisterre, tomados dos rizos a la vela».

El naufragio y la muerte

«Tendríamos recorridas tres millas -prosigue-, viniendo abierta la lancha por babor, y un fuerte golpe de mar la tumbó por estribor, quedando la embarcación de canto con la vela aplanada sobre la mar y llevándonos a todos, consiguiendo Luces, Bermúdez, Leis y Barreiros, a nado, asirse a la borda». Al igual que sus compañeros, logró regresar a bordo, pero al instante «quedó la embarcación con la quilla al sol. Repentinamente púsose derecha, palo arriba [...], completamente anegada». Y «como tomase viento la vela, piqué la ostaga, desamarré la amura y se fue a la mar. Quedaba arriba el palo y, aunque a duras penas, procuré echarlo a la mar, por perjudicarnos mucho. En esta operación llevome nuevamente la mar, consiguiendo volver a la embarcación».

Entonces, decidió procurarse medios para sujetarse. «Desnudeme y buceé [...] para ver de coger un cabo y luego que lo cogí lo amarré a las cornamusas de popa, sosteniéndome de pie, haciendo firmeza [...] y poniéndome de lado al venir la ola».

«En tan triste y aflictiva situación -recuerda- permanecimos como dos horas: la mar inmensa nos ganaba por todas partes, hallándonos casi exánimes [...] e implorando auxilio del cielo. Luego empezó por morirse uno, desapareciendo de mi vista; más tarde otro, y así correlativamente presencié la muerte de los cuatro compañeros, todos ahogados sobre la embarcación anegada, que boyaba entre aguas, creyendo perder mi serenidad cuando a los cadáveres los empujaban las olas contra mis pies».

Se puso el sol, y Ramón se resigno a «sufrir la muerte espantosa» que acababa de presenciar. «En situación tan desesperante, en qué pensaba usted», le pregunta el periodista. «No se ría -contesta el náufrago-, pues por más que mi fosa la veía abierta, la carencia de un cigarro contribuía a hacerme más amargo aquel trago, y hasta creo que me hubiera reanimado mucho un pitillo fuerte y que prolongaría mi valor».

Una luz milagrosa

Y ocurrió lo que Ramón creyó producto de una alucinación. «Levanté los ojos -dice- y a larga distancia divisé como una luz [...]. Tres luces, la de tope, babor y estribor, me convencieron ser un vapor [...]. Por un verdadero milagro [...], se aproximó a la lancha lo bastante para oír mis voces [...], y echó a la mar un bote salvavidas con un oficial y seis marineros. El oleaje que había hacía dificilísimo el atraque [...]. A evitarlo, lanceme a la mar y tan fuerte empuje me dio al cogerme un valiente de mis salvadores que desde proa me echó por el aire a popa. Al costado del vapor, que resultó ser inglés [...], no di lugar a que me echasen escalerilla ni nada, sino que en un bandazo del vapor me cogí al balconcillo de un costado y de otro bandazo fui a caer al medio de la cubierta. Cogiome del brazo el capitán llevándome a la cámara, y el no poseer su idioma yo ni él el mío nos desesperaba: yo por no preguntar adónde se dirigía y él por no saber los detalles del siniestro».

Al menos, Lago pudo zanjar una de sus preocupaciones. «Por señas pedí un cigarro, que, por cierto, era de patente [...]. A los siete u ocho días de viaje llegamos a Savona».