El héroe accidental del Cisneros

Á. M. Castiñeira REDACCIÓN / LA VOZ

HEMEROTECA

Mientras el mejor acorazado de la Armada se va a pique frente a Muros, ocurre a bordo «un caso de serenidad, valor y disciplina verdaderamente espartano»

15 sep 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

«Zurutuza mostrose vivamente reconocido al obsequio [...], declarando que no hizo nada extraordinario que justifique tan para él valiosa e inmerecida distinción». Zurutuza se llamaba Claudio, tenía 22 años y unos meses antes había visto desaparecer (como quien dice, bajo sus pies) un acorazado entero. Iba a bordo del Cardenal Cisneros, la joya del «grupo misérrimo» al que se había visto reducida en Cuba «aquella aparatosa Armada que [...] ocupó la atención del mundo», cuando el barco se topó con los bajos Meixidos, y una roca, cual torpedo yanqui, decidió convertirlo en submarino.

Empezaba a llamársele a aquel litoral «la Costa de la Muerte», porque «oculta en su fondo las sirenas engañadoras y las iras trágicas de la fábula [...], donde se vienen a estrellar, como en monstruosa vorágine, hombres y barcos de todos los países del Universo». Y en el momento en el que las sirenas llamaron al Cisneros, «en un punto de mar franca según las cartas hidrográficas que marcan que existe allí un fondo de treinta brazas», el joven infante de marina se encontraba en su puesto de guardia.

El accidente

«De pronto, en la cámara de calderas, situada en la proa, se oyó un golpazo enorme, semejante al de un cañonazo. La trepidación en todo el buque fue espantosa. Sin embargo[...], siguió su marcha durante unos diez minutos próximamente, sin duda por la velocidad que llevaba. Se supone que el golpe [...] hubo de abrirle un boquete de unos cincuenta metros. Momentos después penetraba por la proa una enorme columna de agua, con gran cantidad de arena y piedras procedentes del mismo bajo en que chocó». Y Claudio, impasible guipuzcoano de Oñate, «permaneciendo en su puesto en los momentos de peligro», protagonizó «un caso de serenidad, valor y disciplina verdaderamente espartano». Le faltó poco para mostrarle el camino a la orquesta del Titanic. Solo se retiró «cuando recibió la orden» y subió a un bote «sin abandonar el fusil y el correaje, únicos pertrechos de guerra que se salvaron del crucero». Su proceder destacó «con marcado relieve entre las múltiples escenas desarrolladas en el Cisneros en los emocionantes momentos de su inmersión».

Ninguno de los más de quinientos tripulantes pereció. Llegaron a Muros en medio de un fuerte aguacero. Al echar pie a tierra «fueron materialmente arrebatados, disputados, por los vecinos» para darles cobijo. «¡Cuatro a mí!», «¡Veñan seis!», «¡Doce!», «¡Los que sean! ¡Pobriños!», vociferaban. «En volandas se los llevaron malecón adelante, resguardándolos del agua bajo los soportales, secándoles el rostro, cogiéndolos del brazo, hablándoles en los términos más dulces, con afecto de hijos». «¡Y qué de quejas, de lamentaciones, por parte de los vecinos que no tuvieron la suerte de tener huéspedes!». El alcalde y el secretario del Ayuntamiento «se deshacían en excusas: ‘‘¡Si no hay más!... ¿Hemos de inventarlos?’’».

La «inmerecida distinción»

Poco después, el director de La Voz de Galicia, entonces Juan Fernández Latorre, recibió una carta de Buenos Aires. Decía: «Mi distinguido compañero: Me permito rogar a usted acepte la representación del único Diario Español que se publica en América para entregar al centinela del Cisneros Claudio Zurutuza las trescientas pesetas adjuntas, como modesto testimonio de aplauso por su conducta». Así se hizo unos días más tarde.

A Claudio lo que es de Claudio, aunque tras conocerse su caso fueron saliendo a la luz otros, como el de Manuel Lijo Castro, vecino de A Coruña, «chico listo y sumamente simpático» que «nació en Santa María de Ribeira». De vuelta en Ferrol, puerto base del malogrado navío, conocido popularmente como «el crucero gallego», le explicó al corresponsal del periódico, «sin concederle importancia» apenas al asunto: «Ya que se habló de quienes salvaron un fusil, bueno es que se sepa que yo recogí cinco, entregándolos en el Ayuntamiento de Muros al desembarcar allí». Pero, que se sepa, para él no hubo recompensa.