Hay un mapa que se vende en todas las tiendas de recuerdos de Australia y que representa al país en lo alto del plano y el hemisferio norte boca abajo. Es una manera de resarcirse de esa sensación que tienen los australianos de estar allí abajo (down under), y que a veces roza el complejo. Ayer, con su voto, parecía que hubiesen hecho realidad ese mapa. Literalmente, le habrían dado la vuelta a Australia, que ha pasado, de la noche a la mañana, de tener uno de los Gobiernos más conservadores de Occidente a contar con otro cuyas prioridades son firmar el protocolo de Kioto y retirar sus tropas de Irak. Pero, como sucede con las proyecciones cartográficas, las proyecciones políticas resultan a veces engañosas.
La victoria de los laboristas no es aplastante, se encuentra en la vecindad del 7%, si bien el sistema electoral les otorga una mayoría cómoda (el ya ex primer ministro Howard estuvo a punto de quedarse sin silla en el Parlamento). Tampoco el cambio será tan radical. Kevin Rudd, el próximo primer ministro, lleva meses definiéndose como un «conservador en lo económico», y en cuanto a la política exterior, aparte del simbolismo de Irak (los australianos son allí unos 500) no cabe esperar grandes rebeldías.
En el fondo, más que un cambio de Gobierno, lo que se ha producido en Canberra es un recambio generacional y a Howard, más que cesarlo, los australianos lo han jubilado. Aparte de sus maneras autoritarias y su tendencia a ser más bushista que Bush, los australianos se habían cansado de su presencia física, de sus aires washintonianos de grandeza neo-con. Esto ha acabado pesando más que la innegable prosperidad económica que ha vivido Australia bajo su mandato, una prosperidad que, por otra parte, no es sino la consecuencia indirecta del crecimiento de la India y China.
Por eso, Howard intentó convertir estas elecciones en un referendo sobre la economía, pero las ha perdido por culpa de la lingüística Fue a raíz de una visita oficial china cuando Rudd brilló por primera vez, al dirigirse en público a los invitados en un perfecto mandarín. Ese día, Rudd no solo le robó el protagonismo a Howard: su dominio de la lengua china le confirió, a ojos de muchos votantes, una especie de poder mágico, el de hablar la lengua del futuro. Al menos, la del futuro de la economía australiana. El seudoescándalo de su visita hace cuatro años a un local de estriptís en Nueva York acabó por beneficiarle más aún, al darle una apariencia humana a este frío tecnócrata sin demasiada gracia. Fueron dieciocho puntos de ventaja los que le proporcionó aquella borrachera, en un país en el que la bebida no se considera el peor de los defectos
Rudd, de hecho, es un curioso producto del pesimismo. Se convirtió en candidato de su partido hace menos de un año precisamente porque había caído en una crisis tan profunda que nadie quería presentarse. Quizá sea más bien este el «efecto Zapatero» australiano, más que la victoria electoral en sí