La vida de Radovan Karadzic es una historia de venganzas y de incontinencias. Venganza por un padre monárquico encarcelado por los comunistas toda su infancia; venganza por ser considerado un paleto en la ciudad más cosmopolita de los Balcanes, Sarajevo. Precisamente después, él pasó a ser conocido como el carnicero de Sarajevo por su presunta responsabilidad en las miles de muertes registradas en la guerra de Bosnia (1992-1995).
Incontinencia física, psicológica e intelectual en toda su biografía y su trayectoria política. Como he podido ir recopilando en diversas entrevistas con él, su familia, sus conocidos, durante la atroz guerra de Bosnia, desde abril de 1992 hasta los acuerdos de paz de Dayton, en noviembre de 1995.
La doctora Seric era una de sus colegas psiquiatras del complejo hospitalario de Kosovo, en una de las colinas de Sarajevo. Cuando Karadzic hacía guardias nocturna, tenían que cambiar las sábanas, mojadas, del lecho en el que descansaba entre horas.
En aquel momento, Karadzic se había declarado presidente de la República Serbia de Bosnia, y ejercía, a golpes de mortero, desde la estación invernal de Pale, en la montaña de Trebevic. Desde allí, los colegas de la BBC lo filmaron una mañana oteando por unos prismáticos cómo caían los proyectiles sobre aquella ciudad mártir. Un Nerón de finales del siglo XX, ante la mirada impasible de la Europa civilizada, que tardaría tres años y medio en reaccionar. Legitimándolo, mientras tanto, al negociar interminables e inútiles ultimátums con él.
Su violencia era de una incontinencia obscena. Le daba igual donde cayeran los proyectiles: en mercados, colas del pan, casas, escuelas o lugares de trabajo, como la sede de la televisión.
Corrupción
Se había casado -eso decían en Sarajevo- con Liljana, hija de un comerciante rico, tras haberla dejado embarazada. Sus hijos, Sasha y Sonia, se forraban en Pale robando a los periodistas de paso. Y quedándose con la mitad del contenido de los convoyes humanitarios que tenían como destino los enclaves de Bosnia oriental asediados por los paramilitares de su padre, bajo las órdenes del ahora prófugo estrella: Ratko -nombre que quiere decir guerra- Mladic.
Ningún Gobierno quería perder cascos azules y cedían al chantaje. Liljana vestía de Chanel en la estación de esquí.
Revancha contra la clase media de Sarajevo, que nunca acogió al montenegrino, en cuya aldea, Savnik, decían, «no quedaba otra que cagar de pie». Una alusión al aislamiento de su posición geográfica, en la cima de una montaña con nieves perpetuas todo el año.
Ni temido ni respetado
Ni siquiera cuando Karadzic -protagonista de los chistes de la guerra- masacraba a sus antiguos vecinos con la artillería lograba ser temido, ni mucho menos respetado.
En una noche de invierno en Pale, quería acercarme a él para entrevistarlo tras una reunión del pseudoparlamento de su pseudorrepública. Sus guardaespaldas no me dejaban pasar. Tras insistir, uno me cogió por el cuello y me levantó amenazándome con la cárcel. Yo grité. Karadzic miró y preguntó qué pasaba. Cuando se lo explicaron, pronunció displicentemente las siguientes palabras: «Que venga. España está bien. Es la patria de Franco». Nunca me supo tan mal haber conseguido una entrevista. Pero era la guerra.