El crecimiento de una gran ilusión

leoncio gonzález REDACCIÓN / LA VOZ

INTERNACIONAL

06 may 2012 . Actualizado a las 06:00 h.

Se puede bautizar como efecto Hollande y se resume en la creencia de que, si gana hoy las elecciones, se producirá un vuelco en la UE que obligará a revisar la agenda de reducción del déficit y sustituirla por otra menos dolorosa basada en el crecimiento. El cálculo se basa en que la victoria socialista supondrá el fin de Merkozy, la pareja artífice del pacto fiscal, y tiene una parte de verdad: si Francia se desvincula de ella, la política de austeridad perderá parte del valor conminatorio que tiene para la Unión. Esto, sigue el argumento, puede llevar a otros países a rebelarse contra los recortes que exige, lo que redoblará la presión sobre Alemania y la llevará a ceder.

Es un horizonte que levanta grandes ilusiones, especialmente en los países castigados como España, donde la brutalidad de los ajustes está agravando la recesión, pero que tiene la consistencia de un espejismo por tres razones. Atribuye a Francia una capacidad de imponerse a Alemania que ya no posee, ignora que Berlín empezó a desplegarse para conjurar los planes de Hollande antes de que lo entronicen las urnas, y soslaya que no hay una idea compartida de cómo conseguir el crecimiento. Vamos por partes.

Las medidas que quiere introducir el líder socialista en el pacto fiscal (modificar las atribuciones del BCE y crear eurobonos) fueron banderas que ya enarboló Sarkozy antes que él. ¿Las arrió porque no explicó bien su bondad? ¿Le faltaron aliados? No, no logró imponerlas porque la crisis consumó el desplazamiento de poder hacia Alemania dentro de la UE, arrebatando a Francia la fuerza para hacer valer sus tesis y condenándola a un papel secundario dentro del eje franco-alemán.

Esa posición no variará con la victoria de Hollande. Antes bien, podría empeorar por la confluencia de dos factores que marcarán su presidencia si logra imponerse. Uno es la levedad de las reformas acometidas por Sarkozy: le deja en herencia la tarea de hacer frente a desequilibrios fiscales tan descomunales como inaplazables. El otro es la falta absoluta de previsiones para acometer esa misión con que se encontrará si llega al Elíseo. Hollande diseñó un programa para aglutinar tras él al ala izquierda de su partido y para seducir a quienes votaron por Mélenchon en la primera ronda, un cóctel que tiene como norte el ideario del primer Mitterrand y cuyo cumplimiento pasa por un aumento del gasto público antes que por su reducción.

Es ilusorio suponer que Berlín dará la espalda a esta situación, arriesgándose a malograr lo que tanto esfuerzo le costó alcanzar, como prueba la diplomacia que emprendió ante Italia y España, dos de los potenciales interesados en el triunfo de Hollande, para asegurarse de que Monti y Rajoy no lo secundarán si aplasta a Sarkozy. También allí arriba hay elecciones dentro de nada. Los alemanes están convencidos de que la colectivización de la deuda a través de eurobonos pondría en peligro su viabilidad como país y castigarán cualquier ablandamiento en las urnas. Lo máximo que están dispuestos a consentir es un sucedáneo a través del BEI siempre que no comprometa el rigor actual.

Merkel se escudará para considerarlo suficiente en que no hay una idea unánimemente aceptada en la UE de cómo conseguir el crecimiento, ya que significa distintas cosas según quién se refiera a él. Puede ser la liberalización del mercado de trabajo si habla Draghi o la eliminación de barreras comerciales si se pronuncia Bruselas, pero en ningún caso la rehabilitación de Keynes que trae en la mochila Hollande. Devolverlo a la ortodoxia puede requerir más esfuerzos que su victoria hoy.