Junto a éxitos innegables, su gestión presenta no pocos errores e incumplimientos
04 nov 2012 . Actualizado a las 07:00 h.¿Lo ató en corto la trama de poderes fácticos y de intereses egoístas que escribe el guion real de la política americana? ¿Era un ingenuo que pensaba que los problemas se arreglaban con discursos y buenas intenciones? ¿Se trata simplemente de un amateur incompetente, fabricado por la mercadotecnia demócrata, que leyó mal las prioridades del país y lo empujó en dirección equivocada? ¿Es la víctima de las expectativas desmesuradas que provocó? ¿Un rehén de las disfunciones del diseño institucional de EE.UU., que atribuye al presidente un poder simbólico superior a su capacidad de actuación?
Son algunas de las teorías que compiten en el vendaval de libros, crónicas y análisis que anega estos días el mundo discutiendo si hay que darle un segundo mandato o hay que enviarlo al desván de la historia. Cuatro años después, se evaporó el odio racial que desató la llegada de Obama a la Casa Blanca y solo unos cuantos chiflados mantienen que es un musulmán encubierto. Sin embargo, no se apagó la visceralidad que despierta. Antes bien, se extendió. A las dos mitades refractarias en que se divide EE.UU. en relación con él, siguiendo la línea de fractura entre conservadores y progresistas, hay que añadir ahora una legión de desencantados que lo vieron como un mesías del sueño americano y, al despertarse, descubrieron que seguía sin estar allí.
la herencia recibida
Evitó otra Gran Depresión. Los partidarios de la reelección ponen el énfasis en la herencia endiablada que recibió: un país atrapado en dos guerras, incapaz de encontrar al culpable del 11-S, enemistado con algunos de sus aliados y embargado por una sensación de fracaso colectivo, fruto del retroceso relativo en la escena internacional, de la desigualdad dentro de casa y de su responsabilidad en la génesis de la crisis financiera. El cuadro económico no era tan dramático desde 1933. El sistema bancario estaba a un paso del colapso, la industria del automóvil, en bancarrota y el mercado inmobiliario, en coma. En el 2009, recuerdan, el primer año de los Obama en Washington, el PIB se desplomó al -3,5 %, la deuda pública escaló al 68,1 %, el déficit al 13 %, y el paro al 9,3 %, con la destrucción de hasta 800.000 puestos de trabajo por mes.
Hoy la única magnitud que se encuentra peor es la deuda pública, 22,4 puntos más grande que hace tres años y ligeramente por encima del 90 % del PIB. Pero a cambio, argumentan, EE.UU. salió del agujero. Dejó atrás Irak, tiene una hoja de ruta para Afganistán, liquidó a Bin Laden y reparó su mala imagen exterior con una mayor disposición al multilateralismo.
Sobre todo eso, evitó otra Gran Depresión. Volvió a crecer gracias a un plan de estímulo de 787.000 millones de dólares, corto para algunos como Krugman, pero suficiente para propiciar un segundo New Deal que empieza a dar frutos, según otros como Michael Grunwald. El déficit público bajó al 8,1 % y el desempleo está en el 7,9 %, lo que significa que se crearon más de cinco millones de puestos de trabajo. A mayores, dio un golpe a la desigualdad con una reforma que permitirá atender a 40 millones de personas que carecían de atención sanitaria.
polarización
El fin del centrismo. Es un relato veraz, pero incompleto, con bastantes zonas de sombra. Hace cuatro años Obama hizo bandera de la reconciliación, con un discurso de raigambre lincolniana y espíritu integrador que pretendía pulverizar las diferencias ideológicas. Hoy EE.UU. está más polarizado de lo que posiblemente estuvo nunca.
Es cierto que Obama puso empeño en la colaboración bipartidista manteniendo en el Pentágono a quien había estado allí con Bush, Robert Gates, y confiando la estratégica embajada de China a quien parecía entonces el republicano más cualificado para disputarle la presidencia, Jon Huntsman. No se puede negar que los conservadores no recogieron el guante que les tendió y que se echaron al monte, rompiendo los puentes, con una apuesta por los más radicales y la exclusión de sus moderados: un giro que tenía por fin convertir a Obama en un presidente fallido como Hoover o Carter y que, según la biblia del capitalismo, The Economist, ha acabado por convertirlo en un partido de Torquemadas.
Pero, en última instancia, Obama se dejó atrapar o permitió que asomara su verdadera naturaleza, según quien lo diga, cedió al ala izquierda demócrata y alimentó la espiral de la confrontación como el que más. De los 104 partidos de golf que disputó durante su mandato solo compartió uno con un republicano, se quejan sus adversarios. Seducido por los paralelismos entre Mitt Romney y la figura del especulador Gordon Gekko, dedicó este último año a descalificar a sus contrincantes antes que a proponer proyectos nuevos, subvirtiendo así el mensaje suprapartidario que había sido su divisa cuatro años antes.
la impronta de bush
Seducido por los drones. Por otro lado, no puso remedio al desarreglo fiscal de EE.UU., desoyendo las recomendaciones de la comisión Bowles-Simpson, de carácter bipartidista, que él mismo alentó. A juicio de especialistas como Kenneth Rogoff, la ley Dodd-Frank, que debía poner coto a los desmanes de Wall Street, no extirpó de raíz las disfunciones regulatorias ni los privilegios que convirtieron a las finanzas en «armas de destrucción masiva», según la frase de Warren Buffett. En cambio, la clase media es hoy un 4,8 % más pobre que en el 2008. Las ganancias de la era Clinton se volatilizaron. El ingreso familiar medio retrocedió al nivel que tenía en 1993, antes de la eclosión de Internet.
Hay otros incumplimientos, como no haber promovido la reforma migratoria, o balbuceos incomprensibles, como diferir los pasos audaces que se esperaban de él en la lucha contra el cambio climático. Pero el verdadero lado oscuro de su mandato se halla en la política de seguridad que adoptó, excesivamente pegada a la de Bush y en las antípodas de lo que se aguarda de un nobel de la paz.
No es solo que no cerrase el limbo jurídico de Guantánamo y que mantuviese el grueso de la legislación antiterrorista ideada por su antecesor. Un estudio de Fernando Reinares para el Real Instituto Elcano revela que en el período comprendido entre el 2004 y el 2008 se produjeron 46 ataques con drones -aviones no tripulados- que habrían causado entre 374 y 544 ejecuciones extrajudiciales. Obama mantuvo el programa y lo generalizó, con 54 incursiones en cuatro países distintos y un número de muertos hasta cuatro veces mayor, entre 1.324 y 2.348.
Además de los reparos morales y legales que suscita, esta modalidad extraterritorial de la pena máxima dista de ser eficaz. EE.UU. logró debilitar al núcleo central de Al Qaida, pero no impedir la aparición de nuevas redes yihadistas con sed de venganza, como demostró el ataque a su embajada en Libia.