El héroe en la lucha contra el apartheid era mucho más que eso. No era un político común, incitaba a todos a ser mejores personas o, para ser más exacto a reconocer las virtudes de la reconciliación
08 dic 2013 . Actualizado a las 07:00 h.¿Qué convertía a Mandela en un ser tan especial? Aparte, por supuesto, de no guardar rencor por los 27 años pasados en las cárceles del apartheid. Aparte de su insistencia para que la «reconciliación» fuese la espina dorsal de una comisión de la verdad creada para curar las heridas de Sudáfrica después de décadas de odio racial. Aparte de su presencia en la final de la Copa del Mundo de rugbi en 1995, con una camiseta de Springboks, en un valiente llamamiento al país para que respaldase a un equipo sudafricano compuesto sobre todo por blancos. Y aparte de haber dejado la presidencia sudafricana al final de su primer mandato, al contrario de lo que hacen tantos dirigentes del mundo, que una vez que prueban las mieles del poder, se aferran a él hasta que los destruye o hasta que destruyen a sus países.
Estas son las cualidades más conocidas del héroe de la lucha contra el apartheid. Pero para los que tuvieron la suerte de seguir su increíble trayectoria, desde su salida de la cárcel en 1990, los años de transición hasta las primeras presidenciales multirraciales de 1994 y ese día de 1999 en el que dejó el poder, Mandela era mucho más.
No era un político común. Cubrir el fenómeno Mandela es algo que a uno lo marca. Nos incitaba a todos a ser mejores personas o, para ser más exacto, a reconocer las virtudes de la reconciliación en una época en la que los sudafricanos, blancos o negros, seguían sufriendo los estigmas del apartheid.
Asistí a un mitin en el gueto de Alexandra, en las afueras de Johannesburgo. La tensión era extrema. Mandela tomó la palabra ante una muchedumbre encolerizada tras una enésima matanza de negros atribuida a la Tercera fuerza, grupos parapoliciales que alentaban enfrentamientos para torpedear el desmantelamiento del apartheid.
De repente dejó de hablar. Señaló con el dedo a una mujer blanca que estaba de pie entre los participantes y dijo con una sonrisa: «Esa mujer que está allí me salvó la vida».
La invitó a subir al escenario y la besó con cariño. Contó que en 1988, cuando estaba encarcelado en la prisión de Pollsmoor, cerca de Ciudad del Cabo, fue hospitalizado por una tuberculosis y esa mujer, que era enfermera, lo curó.
Mandela conseguía cambiar el humor de las masas. Los gritos de venganza se extinguían en murmullos, sofocados por un clamor de aprobación.
También recuerdo aquel día en el que convertido en presidente de Sudáfrica, acogió una reunión de la Comunidad de Desarrollo de África Austral. Asistieron casi todos los jefes de Estado y de Gobierno de la región. Los periodistas se pasaron toda la mañana esperando una rueda de prensa que no llegaba. Una compañera tuvo que irse a buscar a su hijo al colegio, rezando para que la conferencia no comenzara en su ausencia. Volvió justo a tiempo, con el niño cuya «camisa Madiba» contrastaba con los trajes de los demás.
Al entrar en la sala, Mandela vio al niño. Fue hacia él y le estrechó la mano diciéndole: «¡Qué amable por haberse tomado el tiempo de venir pese a su agenda apretada!». El niño quedó encantado, y la madre también.
Siempre era así. Nos impresionaba. Durante su divorcio, confesó que su mujer, a la que amaba tanto, Winnie, no había pasado ni una noche con él desde su salida de la cárcel.
El activista Strini Moodley, encarcelado en Robben Island, cuenta que Mandela siempre tenía una fotografía de Winnie junto a él en su celda. Un día Moodley se la pidió para hacer un boceto. «Puedes quedártela por el día, pero por la noche vuelve conmigo», le dijo.
Uno de los momentos más emblemáticos en sus esfuerzos por reconciliar a los sudafricanos fue su visita a Betsie Verwoerd, la viuda del artífice del apartheid Hendrik Verwoerd, y quien lo envió a la cárcel. El «Té con Betsie» fue en casa de ella, en Orania, un enclave blanco, en agosto de 1995. Mandela era generoso. Más tarde dijo que Orania lo había recibido como Soweto, el gueto de Johannesburgo donde se le considera un héroe.
Bryan Pearson, corresponsal de AFP en Sudáfrica de 1990 a 1999
«Era generoso, visitó a la viuda de quien lo envió a la cárcel y dijo que lo recibieron como en Soweto»