En su primer discurso importante como presidente de Francia, hace ahora dos años, Emmanuel Macron pronunció cinco veces la palabra grandeur. Era un exceso revelador. Dos años después, el que se presentó en su momento como el amanecer de una nueva clase política sin partidos, la respuesta francesa frente a los populismos y la gran esperanza blanca de una Unión Europea desmoralizada, es motejado por sus administrados como «presidente Júpiter»: un político endiosado y caprichoso que va dando tumbos de crisis en crisis, sin ideas nuevas ni experiencia, atrapado en un esfuerzo obsesivo por mejorar su imagen. ¿Cómo ha podido salir tan mal aquello que se llamó el «macronismo»?
En primer lugar, se partía de una interpretación errónea. Macron, que abandonó el Partido Socialista para poner en pie en pocos meses su movimiento personal, con un nombre (La República en Marcha) tan impreciso como su ideología, no era una respuesta al populismo, sino su quintaesencia. El propio Macron juzgó mal su triunfo en las elecciones, atribuyéndoselo a sí mismo más que su condición de mal menor frente al ascenso de Marine Le Pen.
La República francesa, una monarquía electiva, ofrece muchos incentivos para que un presidente se crea infalible, y Macron las ha aprovechado todas. Ha acabando hablando a los medios en el palacio de las Tullerías, como si fuese Luis XIV, y a los chalecos amarillos desde la mesa de despacho que hizo diseñar De Gaulle.
Al final, Macron ha sido víctima de su propia obsesión con la imagen. Su gestión ha sido discreta. El empleo está sorprendentemente fuerte, pero el crecimiento económico es muy flojo. Sus reformas fiscales y laborales eran necesarias, pero su debilidad populista le ha llevado a rectificar tras las protestas de los chalecos amarillos y esto acabará provocando una crisis de deuda, que se acerca peligrosamente a los niveles de Italia. Es aquí donde se ve cómo la falta de un partido sólido hace a Macron excesivamente dependiente de su popularidad, y por tanto inclinado a sobornar al electorado con bajadas de impuestos y subsidios. En su otro gran proyecto, una reforma a fondo de la Unión Europea para hacerla más centralizada y proteccionista -es decir, a imagen de Francia-, se ha topado con una realidad más compleja de la que esperaba. Una cosa es la retórica reformista de muchos líderes de la UE y otra la realidad. Nadie quiere una Europa federal. Angela Merkel, en quien Macron confiaba para crear un nuevo eje franco-alemán, ha visto su posición muy debilitada últimamente, y Alemania no se fía de la gastadora y burocrática Francia.
Será precisamente en Europa, en las elecciones de este mes, donde los votantes pondrán nota a los dos años de Macron. Los sondeos anuncian que Marine Le Pen tendrá su revancha y que Macron podría sufrir una humillación en las urnas. Si es así, no será realmente un veredicto sobre sus políticas sino sobre su personalidad. Es la dinámica del populismo, que acostumbra al pueblo a erigir estatuas y a derribarlas.