
Jean-Claude Juncker censuraba este viernes el mecanismo de designación -que no elección- de su sucesora, Ursula von der Leyen, al frente de la Comisión Europea. Lo criticaba por su «falta de transparencia», y lo contraponía a su propia designación hace cinco años. Su argumento es que él había sido el candidato oficial de los populares europeos en las elecciones de la UE, no un «tapado», o una «tapada» como Von der Leyen, que ni siquiera se presentó a ellas. No es un detalle bonito, este de que quien deja un puesto dé la bienvenida a quien le sucede deslegitimándole; pero si algo ha caracterizado a Juncker durante su mandato es el afán de protagonismo a costa de cualquier cosa y la constante celebración de sí mismo. Lo de Von der Leyen es lamentable, pero de todos los políticos europeos, Juncker es precisamente el único que, por elegancia, no debía haber dicho nada. Pero esperar que Juncker no diga nada es misión imposible. Como también lo ha sido, estos cinco años, esperar que hiciese algo.
Además, Juncker se equivoca. El problema de los nombramientos de la UE no es la falta de transparencia, sino que esa falta de transparencia se hace necesaria porque los mecanismos de elección de altos cargos están tan mal diseñados que son inservibles. En la antigua URSS la corrupción no era el problema, sino tan solo una manera ilegal de resolver el verdadero problema, que era la incapacidad del Estado para abastecer a la población de bienes básicos. En la Unión Europea, el cambalache es la única forma de resolver la cuestión de los altos cargos porque el procedimiento previsto, de aplicarse, conduciría a la parálisis y la división. La UE puede vivir con la parálisis (en cierto modo, es una de sus especialidades) pero no con la división, que amenazaría su supervivencia.
Por eso surgió el sistema del acuerdo entre los dos grandes bloques de partidos (conservadores y socialdemócratas). Hace cinco años, con Juncker, se hizo el esfuerzo de que pareciese que el electorado europeo había participado en la decisión, pero no era verdad. Ahora, ante el peligro de división entre los países por este asunto, se ha optado por dejar a un lado el Tratado de Lisboa, que de todos modos es intencionadamente ambiguo al respecto. No es algo nuevo. Simplemente, esta vez ni siquiera se ha intentado disimular que los altos cargos son un encaje de bolillos que se pacta entre París y Berlín. No es un procedimiento menos transparente, como dice Juncker. En realidad, es más transparente, en el sentido de que se ve más claramente lo que es y lo que no es.
Naturalmente, en un sistema que está pensado para mantener equilibrios, no se puede esperar el gobierno de los mejores, ni siquiera de los preferidos por los electores. Ursula von der Leyen cumple con los tres criterios que se exigían: conservadora, alemana y mujer. Desgraciadamente, también es la ministra más mediocre del gobierno de Angela Merkel. No se puede tener todo.