Las heridas abiertas de familiares de las víctimas y testigos del 11S
INTERNACIONAL
Aquellos que, sin quererlo, se encontraron en medio del atentado recuerdan el día que cambió sus vidas
11 sep 2021 . Actualizado a las 15:27 h.Nadie pensó que las Torres Gemelas pudieran derrumbarse. Estaban diseñadas para aguantar la embestida de un Boeing 707, pero los ingenieros que las construyeron en 1972 no contaron con que los 767 con destino a California cargaría cada uno con más de 30.000 litros de combustible altamente inflamable que fundió las vigas estructurales de los edificios. El mundo contempló horrorizado el derrumbe preguntándose cuántas vidas habrían quedado sepultadas. «Serán más de las que ninguno de nosotros pueda soportar», respondió el alcalde Rudy Giuliani.
En un día cualquiera, 50.000 personas trabajaban en los 110 pisos de oficinas de cada torre y otras 140.000 pasaban por el complejo. La catástrofe pudo haber sido mayor, pero no por ello resultó menos dramática. De los 658 empleados que ese día fueron a trabajar a la compañía Cantor Fitzgerald solo se salvaron dos que habían bajado en ese momento a recibir a un visitante.
De los 15 bomberos que despachó la Estación 54 de Times Square a la que pertenecía Lenny Ragagglia no se salvó ni el conductor del camión. «¿Todos? ¡No puede ser!», recuerda Linda Taccetti que decía su padre mientras caía al suelo de rodillas al recibir la noticia por teléfono. Meses después, cuando veía que la montaña de escombros seguía humeando, se preguntaba si podría aparecer. Dos décadas después algunos se han entregado al culto de los recuerdos y otros no quieren ni hablar de ellos. Los que asistieron impotentes a la dramática búsqueda aún se preguntan cómo su propia tragedia pudo cambiar el mundo para siempre.
SAM ELLIS, VIUDO DE VALL ELLIS, «BROKER» DE 46 AÑOS
«Me hubiera gustado que nos fuéramos juntos»
Como la única mujer de su planta que llegó a ser socia en Cantor Fitzgerald, Val Ellis era una mujer inteligente que sabía poner en su sitio a los lobos de Wall Street. Ya trabajaba allí cuando en 1993 los terroristas hicieron explotar una bomba en el garaje del World Trade Center (WTC) que mató a seis personas. Cuando Sam, su marido desde hacía 18 años, vio desmoronarse la torre donde trabajaba Val, sabía que no había tenido tiempo de llegar hasta abajo. Aun así la buscó durante dos días y dos noches por todos los hospitales. «Se oían historias», recuerda. Hasta que le dijeron que ninguno de los 658 empleados de aquella empresa había sobrevivido.
Nunca supo qué hizo su mujer en las últimas horas o minutos de vida. Tan solo que cuando el avión impactó cinco plantas más abajo ella estaba al teléfono con alguien de la oficina de Los Ángeles, tramando otra de sus bromas a uno de sus compañeros. Val no hizo llamadas frenéticas, no se despidió de su marido, ni le dejó un mensaje en el contestador. Se evaporó en el volcán de escombros que engulló las vidas de cuantos no le hicieron caso, porque ella, durante los ocho años siguientes al primer atentado, le había dicho al presidente de la empresa: «Lo que tenemos que hacer es venderle este espacio a alguien que tenga más dinero que cerebro». El WTC era el símbolo del capitalismo mundial y su empresa ocupaba la corona. Aquel día no tuvo escapatoria. El tejado estaba cerrado. Ninguno de los que quedaron por encima del avión sobrevivió. En su vientre ardían casi 40.000 litros de combustible. Las llamas descendían como cócteles molotov por los huecos de los ascensores y las escaleras estaban bloqueadas por escombros incandescentes. «Si intentó bajar, no pasó de unos pisos». Por su personalidad audaz y juguetona, algunos piensan que se agarró de la mano de su amigo Viny y se lanzaron juntos al vacío. Sam más bien cree que murió asfixiada por el humo negro que invadió rápidamente las oficinas. Los que se tiraron en plancha probablemente estaban encima de ellos en el restaurante Windows of the World, donde murieron las 164 personas que se encontraban en un desayuno de ejecutivos del grupo Incisive Media Risk Water.
Aferrado al pasado
A esas horas, Sam todavía bajaba por Broadway cuando vio la torre de su mujer desplomarse y sepultarla para siempre. «Entonces creí que había más aviones a punto de estrellarse. Me puse a pensar qué objetivos atacarían y me encaminé hacia Madison Avenue, por si lo elegían. No quería vivir sin ella, me hubiera gustado que nos fuéramos juntos».
Él aún guarda su ropa en los armarios, ha ampliado sus mejores fotos para colgarlas en la pared y tiene sus cenizas encima de la chimenea. Al menos, las de un hueso del brazo y otro de la pierna, que le llegaron la noche del primer aniversario. Con el segundo hallazgo, a los dos años, no supo qué hacer. Le pareció bien la propuesta de dejarlo en la sala del Museo del 11S.
Ellis prefiere recordar los buenos tiempos. Pero Val ya solo gasta bromas en su cabeza. Ahí también se vuelven a ir de vacaciones a España y Marruecos, su último viaje juntos. Irónicamente, querían conocer mejor la cultura musulmana, pero no le guarda rencor, aunque quien se sentaba a los mandos del avión era Mohamed Atta con sus secuestradores.
Desde la muerte de su pareja, Ellis solo ha salido brevemente una vez con otra mujer, que ya conocía de antes. «No podía quitarme a Val de la cabeza», confiesa. «Me llenó para siempre. Sigo terriblemente lleno de ella».
LINDA TACCETA. HERMANA DEL BOMBERO RAGAGGLIA
«Estoy aterrada pensando que esto va a volver a pasar»
Durante años los padres de Lenny Ragagglia se resistieron a vender la casa de Staten Island en la que criaron a sus once hijos, porque uno todavía vaga entre sus muros. Su nombre está escrito en la calle que le dedicaron cuando del país todavía rendía culto a los héroes del 11S. Tenía 36 años, hoy estaría a un año de la jubilación. Sus dos hijos 7 y 10 cuando la abuela los recogió del colegio y les dijo que su padre «estaba desaparecido». Es una de las 1.500 personas que ese día se volatilizaron sin dejar rastro, el 40% de todos los fallecidos en el World Trace Center.
Hoy sus hijos son bomberos, como su padre y su abuelo, y su hermana Linda Tacetta por fin ha dejado de buscarlo. Se pasó 18 años rezando para encontrar «aunque fuera un hueso del tamaño de la punta de un dedo», hasta que un día se dio cuenta de que «a estas alturas, qué más da. Al contrario, sería otro duelo».
Una década más tarde enterraron un ataúd lleno de objetos personales en el cementerio de Staten Island, donde vivían 78 de los 343 bomberos fallecidos. De la unidad de Ragagglia no salió ninguno con vida. Cuando estaban en el piso 18 de la Torre Norte les encargaron encontrar los 56 ascensores para rescatar a quienes se habían quedado atrapados. «Estoy aterrada pensando que esto volverá a pasar. Cuando oigo hablar de 50.000 refugiados afganos me pregunto cuántos terroristas se habrán colado entre ellos. ¿Será seguro ir a Manhattan para celebrar el aniversario? Probablemente este sí; el siguiente, veremos».
Pat Oleszko. Vecina del Barrio de Tribeca
«¿Alguien se acuerda de lo que sentimos?»
La belleza y el horror no casan, pero cuando Pat Oleszko piensa en esa mañana de septiembre lo primero que se le viene a la memoria son los cuerpos que saltaban al vacío agarrados de las manos o a los abrigos cual «ridículos paracaídas». De fondo, un cielo azul radiante y cristalino, ofensivamente hermoso para esa dantesca imagen que una amiga trataba de ahorrarle a su hija tapándole los ojos al cruzar la calle.
Después, la nube de plástico y cascotes se tragó con un bramido ese cielo de Michelangelo y lo cubrió todo de polvo y basura. Papeles, muchos papeles. Un mar de documentos flotando en el aire. La explosión había abierto las tripas de las oficinas y escupido sus secretos al mundo. Olía mal, muy mal. Se fue inmediatamente a donar sangre pero no hacía falta. Los hospitales estaban vacíos. Casi no había heridos. O lo contabas o no lo contabas.
A su ojo de artista los amasijos de hierro retorcidos entre llamas humeantes se le antojaron insoportablemente bellos, «como si estuviera mirando a las puertas del infierno». La vida es para Pat una divina comedia para sus performances, pero esa mañana del 11S el propio Dante la guiaba por los nueve círculos sin alegoría alguna. Los siguientes dos meses los pasaría de voluntaria dando bandazos con su bicicleta entre el gigantesco cementerio de la zona cero y el centro de distribución de la calle West. Sus amigos tuvieron que sacarla de allí antes de que se consumiese en la labor. Cuando una tragedia mundial ocurre en la esquina de casa no hay escapatoria.
Desesperación
En otras partes de la ciudad la gente volvió a los cafés y restaurantes pero en la suya el mundo se paró. Ni electricidad, ni tiendas, ni escaparates, ni cita para el dentista. Tres de sus amigos murieron en las Torres Gemelas, hasta cuyo restaurante de cristales una vez se llevó a un amante para hacer el amor «on top of the world». Eso fue antes de que Nueva York perdiera la inocencia.
El 11S le parecía un problema local, pero no lo fue. «¿Cómo nos atrevimos a cambiar al mundo? Hace dos semanas murieron 3.000 personas en Haití y nadie se ha enterado. ¿Quién nos hemos creído que somos?», protesta indignada. Su barrio de Tribeca se recuperó, Robert de Niro lo puso de moda y los loft de artistas como el suyo se transformaron en restaurantes de moda. El stock market volvió a vibrar con cada campanada y el arte espontáneo de los amasijos de hierro fue sustituido por dos «piscinas» de mármol negro que considera «horrorosas», como todo lo que siguió a ese día.
«Combatimos la desesperación con desesperación. ¿Y si no hubiéramos ido a Afganistán ni a Irak? Lo podían haber pensado un poco más, ¿no? Les ganó la testosterona: tú me pegas y yo te lo devuelvo». Veinte años después, «¿alguien se acuerda de lo que sentimos?».