Erdogan, el delantero de fútbol que quiso ser sultán

Ricard G. Samaranch ESTAMBUL / E. LA VOZ

INTERNACIONAL

Erdogan saluda a sus seguidores reunidos en Estambul.
Erdogan saluda a sus seguidores reunidos en Estambul. MURAD SEZER | REUTERS

La moderación y el pragmatismo dominó sus primeros años de gobierno, pero tras la intentona golpista optó por minar la democracia y convertirse en líder vitalicio

28 may 2023 . Actualizado a las 20:38 h.

Cuando era todavía un desgarbado adolescente, Recep Tayyip Erdogan apuntaba maneras como delantero centro y el Fenerbahçe, uno de los clubes de fútbol más laureados de Turquía, se interesó por él. El fichaje se frustró porque su padre, un hombre muy conservador que creía que el fútbol era pecado, lo impidió. De hecho, durante años le había escondido que entrenaba con el equipo de Kasimpasa, un barrio obrero de Estambul. Entonces, aquel muchacho de carácter aguerrido decidió que dedicaría sus energías a despuntar en otro ámbito: la política.

Tras militar en una organización estudiantil nacionalista y anticomunista, Erdogan encontró su lugar en el naciente movimiento islamista, como otros muchos jóvenes salidos de las escuelas coránicas imam hatip. En los convulsos años 80 en Turquía, el islamismo empezó a crecer gracias a la labor social de sus oenegés en los barrios humildes, abandonados a su suerte por el Estado. 

El principal movimiento islamista era el Refah, que contaba además con un líder carismático, Necmettin Erbakan. A él enseguida le llamó la atención aquel joven Erdogan y su afilada oratoria. A los 30 años, lo convirtió en el líder del Refah en la ciudad de Estambul. Tras adquirir experiencia como candidato en varias elecciones municipales y legislativas, el año 1994 logró un hito histórico para el islamismo: la alcaldía de Estambul.

Como alcalde, afrontó con pragmatismo los problemas de una gran urbe saturada por el crecimiento demográfico, la contaminación, el tráfico caótico y los cortes de agua. Su popularidad le convirtió en objetivo de la élite laica gobernante, y fue sentenciado a diez meses de cárcel por recitar en público un poema que rezaba: «Los minaretes son nuestras bayonetas». Había nacido un mártir islamista.

La represión del Estado —el Ejército hizo caer el Gobierno de Erbakan— provocó una división dentro del movimiento islamista, con Erdogan liderando el sector más moderado que defendía aceptar los límites del sistema y crear un partido equivalente a la democracia cristiana europea, el AKP. En el 2002, una aguda depresión económica le granjeó una mayoría absoluta. Ya nunca más volvería abandonar el poder.

Sus primeros años de gobierno fueron dominados por la moderación y el pragmatismo. Sin embargo, cuando una década después apareció el descontento popular, y sus aliados de la cofradía de Fetullah Güllen conspiraron contra él, surgió su cara más agria y despótica. Erdogan entendió que para mantener el poder debía minar la democracia. Encarceló opositores, domesticó a los medios y se cargó la independencia judicial. Admirador y promotor del glorioso período otomano, Erdogan no se conformó con ser primer ministro, sino que quiso ser un sultán moderno, líder vitalicio validado en unas urnas poco transparentes.