Bárbara López fue ingresada en un psiquiátrico veinte veces: «Llegué a ser tan sumisa que le pedía a la enfermera por las noches que me atase»
SALUD MENTAL
Empezó a sufrir episodios psicóticos con 16 años, cuando cursaba 3º de BUP: «En mi caso, eran unas voces agresivas. Que me insultaban»
11 may 2022 . Actualizado a las 15:39 h.La historia de Bárbara López es un testimonio, una crítica descarnada y un manifiesto. El testimonio de una adolescente cualquiera que comenzó a experimentar episodios psicóticos con 16 años y que ha sido polidiagnosticada, polimedicada y atada en un hospital psiquiátrico; una crítica descarnada al cuidado de la salud mental en primera persona; es también un manifiesto, porque Bárbara es hoy, en sus propias palabras, una «activista de la locura». «Me considero orgullosamente loca, me gusta esa connotación, me gusta poder resignificar esa palabra», comenta, asegurando que abrazar su 'locura' la empodera. Pero no ha sido un camino fácil. Desde los 16 años hasta los 38 que ahora tiene, ha saltado de diagnóstico en diagnóstico: depresión psicótica, trastorno límite de la personalidad, bipolaridad... Le han puesto tantas etiquetas que, a día de hoy, asegura no saber cuál está vigente. Afirma que tampoco le aliviaría saberlo y que, si hoy puede ofrecer su historia, es gracias a haberse encontrado por el camino a vivencias no tan distintas a la suya. Lo logró, según comenta, gracias a la Asociación Española de Apoyo en Psicosis (AMAFE), organización en la que ingresó un buen día y en la que ha acabado de presidenta.
«Diagnosticar esto es muy complicado. No hay una prueba que te puedan hacer. No hay una analítica, una radiografía, nada que diga, “mira, lo que te pasa es esto”. Hay un conjunto de síntomas que encajan en un diagnóstico y eso es lo que te dan. Las fronteras son muy finas. A mí me han polidiagnosticado. Me lo han diagnosticado prácticamente todo porque en un momento dado, lo que me pasaba cuadraba más con un trastorno bipolar y en otro con una psicosis, o con una depresión mayor o con un trastorno límite de la personalidad. Al final dependes mucho de quién esté delante de ti y te esté tratando. A mí las etiquetas no me han servido de nada», comenta. Es solo el principio de la conversación. A partir de aquí comienza una charla que, en ocasiones, requiere de unos segundos de reflexión para tragar saliva y ser conscientes de que esta es la realidad que le ha tocado vivir a una persona.
Este es un testimonio, una historia personal y única, no extrapolable al resto de pacientes o personas con algún problema de salud mental. Aquí puedes leer una información extensa elaborada con la ayuda de distintos profesionales sobre la esquizofrenia. La recomendación de La Voz de la Salud siempre pasa por consultar con un especialista.
—A lo largo de su vida ha pasado por muhos diagnósticos.
—El primer diagnóstico que yo recuerde era de depresión psicótica. Es decir, una depresión que estaba acompañada de síntomas psicóticos. Pero a mí no me servía. Yo estaba sufriendo. En un momento dado de mi vida, durante mi adolescencia, empiezo a encontrarme muy mal. Ahora entiendo que lo que me costaba era la propia adolescencia, pero entonces acabo en el psiquiatra. Entiende que lo que me pasa es eso y me dice que es algo crónico que me va a acompañar el resto de mi vida. Suelen hacer una comparación con la diabetes, pero a mí me hablaron de una hepatitis y que lo único que tenía que hacer era tomarme una medicación y ya estaba. Ese fue mi primer contacto.
—¿Cómo fue vivir por primera vez todo aquello en una etapa como la adolescencia?
—Todo empezó con 16 años. Estaba haciendo 3º de BUP. Siempre había ido muy bien en los estudios, era muy sociable y, aparentemente, la vida me iba muy bien. No tenía ningún problema. Pero durante ese curso hubo un brote de mononucleosis en el colegio. Yo la cogí y me dio bastante fuerte, por lo que me descuelgo de lo académico y de lo social durante un mes. Cuando me reincorporo a la vida, empiezo a notar que no me encuentro bien. Que estoy muy nerviosa, emocionalmente más tristona y eso se va haciendo bola hasta que no me encuentro nada, nada bien. Ahí es cuando tengo mi primer contacto, primero a través de la atención primaria y luego con psiquiatría.
—¿Cómo acaba desarrollándose esa depresión psicótica?
—Al principio no, pero cuando empiezo a tener una depresión más pronunciada ya aparecen los primeros síntomas psicóticos. Empiezo a oír voces, a tener sensaciones extrañas, que se combina con un estado de ánimo muy, muy bajito.
—¿Y en qué se diferencian esos brotes psicóticos de una esquizofrenia?
—A mí esto no me lo cuenta nadie. A mí nadie me dice nada. Voy con una serie de síntomas y el médico dice que tengo eso, pero en ningún momento nadie me dice qué es. Yo recuerdo que, a los 16 años, cuando voy a hablar con el psiquiatra le llegué a preguntar si estaba loca. Si me estaba volviendo loca. «Tú no sabes lo que es eso», me decía. La verdad es que a día de hoy me considero orgullosamente loca, casi políticamente. Me gusta esa connotación, me gusta poder resignificar esa palabra, pero imagínate a los 16 años cómo tenía yo la cabeza. Ya no digo de comprender lo que me estaba pasando, sino de llegar a entender lo que me estaban diciendo.
—¿Cómo eran esas voces?
—En mi caso, eran unas voces agresivas. Que me insultaban y que eran muy desagradables. Unas voces malas. Sé que hay gente que tiene experiencias buenas con las voces, pero ese no era mi caso. Eran bastante desagradables y nítidas, yo lo oía todo perfectamente.
—De la atención primaria a psiquiatría, ¿cómo es ese camino a través de la sanidad pública?
—Complicado. Muy complicado. Yo iba primero a mi médico de cabecera, que me intenta tratar, básicamente, con valeriana. Me manda muchas valerianas. Lo veo normal, soy una persona super joven y los adolescentes, en general, pasan por este tipo de cosas. Como mi problema no desaparece, ella piensa que me ha pasado algo de lo que yo no quiero hablar. En un momento dado le dice a mi madre que por favor salga de la consulta y me pregunta si me ha ocurrido alguna cosa por la que yo pueda estar así. Le digo que no, porque esa tristeza que yo tenía no la relacionaba con nada. Era muy difícil afrontar estar triste pero no saber por qué. Ahí es cuando ve que no puede hacer nada más por mí y me deriva a psiquiatría infantojuvenil.
—¿No le llega a recetar psicofármacos?
—Ella en ningún momento me receta un farmacología psiquiátrica. Sé que ahora se hace, pero en ese momento no lo hicieron. Tal vez ella estaba un poco en contra o quería hacerlo de esa manera.
—Habla de un brote de mononucleosis, del instituto, de BUP, toda una jungla para sufrir un problema de este tipo.
—También la época en la que estoy con mi primera pareja. Ahora soy capaz de ver las cosas con perspectiva, pero a esa edad ves que ese es el momento en el que tienes que plantar el resto de tu vida. «Dios, tengo que elegir una carrera, qué voy a hacer con mi vida», así lo vivía. No sé, había cosas de la adolescencia que me costaba aceptar, como la propia sexualidad. El ser mujer y sentirme objeto desde ya muy pequeña. Todo esto lo puedo hablar y decir, pero en aquel momento no podía. Todo aquello hizo que yo me empezara a sentir mal.
—¿Comentó abiertamente lo que le pasaba?
—Yo fui muy inocente. Cuando me derivaron a psiquiatría yo me di cuenta de que no iba a ser capaz de hacer frente al curso porque no era capaz de concentrarme. Era una persona súper responsable y exigente conmigo misma y veía que no era capaz de hacer el trabajo que tenía que hacer en ese momento, que era estudiar. Me dijeron: «Para, este curso está claro que no lo vas a hacer bien, pero como rehabilitación, tú sigue yendo a clase y así tienes una rutina». Cuando llegué a clase, además de hablar con mis profesores, hablé con mis compañeros. Yo lo dije. Pensaba que era una enfermedad, en ese momento, y por qué no iba a hablar de ello como la gente habla de una apendicitis o de que se ha roto una pierna. ¿Por qué no iba a hablarlo? Además, ya tuve un ingreso ese año en una unidad de agudos de psiquiatría. Eso también lo conté. Y también que tenía esas experiencias inusuales. Y me convertí en la loca del colegio. Me sirvió para aprender que eso no se podía decir. Hoy en día, creo que lo volvería a hacer, pero he tenido una época muy larga de muchos años que yo no decía ni mu.
—Dice que, en ese momento, pensaba que era una enfermedad. ¿No le gusta la palabra?
— Para mí no es una enfermedad, no me considero una persona enferma. Creo además que, por lo que se ha ido avanzando, siendo rigurosos, no se puede considerar una enfermedad a los problemas de salud mental. Trastorno tampoco me gusta. Yo creo que tengo una forma de ser o de estar en este mundo con la que a veces me cuesta. Me cuesta adaptarme a estar en este mundo. No creo que en ese sentido tenga una condición, sino que es más bien cómo soy yo. Sí creo que hay problemas de salud mental, que a veces estoy bastante mal, pero durante el resto del tiempo soy Bárbara. Y punto. Muchas de las cosas que se me han diagnosticado como síntomas responden simplemente a cómo soy yo. Soy una persona muy emocional, muy sensible. No creo que eso sea malo, pero tal y cómo funciona la sociedad en la que yo vivo, a veces no va bien que una persona llore o se ponga más nerviosa de la cuenta. A mí, no aceptar eso, me ha ayudado a veces a encontrarme bien. Que no soy una enferma ni que lo que me pasa es malo. Saber que hay un porqué, que esos síntomas psicóticos, esas depresiones y ansiedades, venían porque a mí me pasaban cosas en la vida 'real', si quieres llamarla así. Eran una defensa mía para poder afrontar lo que me estaba pasando.
—Empezó a los 16 años, ahora tiene 38, ¿qué ha pasado en los 22 años que han transcurrido entre medias?
—¡Puf! (suspira), Mogollón de cosas. Para empezar, el diagnóstico ha ido cambiando. Empiezo con esa depresión psicótica y, dependiendo de quien me tratase, cambiaba. Y yo tengo suerte, porque mi familia tenía dinero para poder costearse una terapia. Cuando me mandaban a otro psiquiatra que nos había recomendado alguien, ese diagnóstico cambiaba. He tenido mogollón de etiquetas. Depresión, trastorno ansioso depresivo, psicosis no sé qué, bipolaridad tipo no sé cuántos, trastorno límite de la personalidad... A mí todo eso no me servía para nada. Yo no encontraba mi forma de entender lo que me pasaba a través de eso, y ya sé que hay gente a la que sí le funciona. De hecho, cuando ya usábamos internet de una manera más extendida, recuerdo cuando me pusieron la etiqueta del 'trastorno límite'. Me metí ahí y dije: «¿Cómo?, yo no soy esto, no puedo ser esto. Ni de coña». Asumí que esa persona podía decir lo que quisiese, pero yo no me identificaría en absoluto.
—Efectivamente, el diagnóstico suele ser un momento de alivio.
—A mí, el que fuera una cosa abstracta como esquizofrenia o bipolaridad no me ayudaba nada. Me hubiese ayudado más que me hubiesen dicho, mira esto que te está pasando es por la adolescencia. Ahí hubiese dicho, «coño, pues sí». O porque por la ruptura con tu pareja y como tú eres así, te pasa esto. Vale, pues puede ser. Sentía la necesidad de aterrizarlo en algo más concreto. De hecho, al principio me costaba hablar. Yo era la niña del «no sé». Cada vez que me preguntaban por cómo estaba, respondía «no sé». No era capaz de ponerle palabras a las cosas. Es difícil, además te hacen aterrizar en algo abstracto en vez de hacerlo en algo que me ha pasado o he vivido y ya está.
—Supongo que para un psiquiatra no es posible atribuir un síntoma psicótico como escuchar voces a una ruptura o a la adolescencia.
—Puede ser, pero yo también puedo decir que escucho voces y no escucharlas realmente. Cómo podemos comprobarlo, cómo sabemos que es verdad. Evidentemente, porque nos creemos a esa persona, pero tampoco hay algo que se le pueda hacer a esta persona para saber si escucha esa voz, porque hay muchos tipos de voces. Puede estar en tu cabeza o puede estar fuera. Yo he sentido, por ejemplo, sensación de persecución o la inseguridad de decir «ay, dios mío, se acaba el mundo». Es algo horrible. Me pasa y me sigue pasando que tengo la sensación, cuando estoy muy angustiada, de que el techo de mi casa se me va a caer encima. De que en cualquier momento eso va a pasar. Y me cago, porque es muy real lo que yo siento. Pero cómo mides eso.
—En casos de adolescentes como el suyo se plantea el debate de, además de tener que atravesar el sufrimiento que provocan los síntomas, obligar a esa persona a desengancharse de la vida académica.
—Lo de sentirse castigado en salud mental se da mogollón de veces. El sentirse muy mal y muy culpable por lo que te está pasando. Supongamos que es una enfermedad, que se llega a descubrir algún marcador biológico, ¿por qué tengo yo la culpa? ¿La gente tiene la culpa de una gastroenteritis? A nosotros se nos culpabiliza mogollón: a nivel de la sociedad, a nivel profesional y a nivel de tratamiento también. Creo que se abusa del tratamiento con fármacos; estás yendo al tratamiento concreto del ahora, de un síntoma concreto que te voy a quitar. Porque hay una convención social que dice que tienes que estar feliz, que tú no puedes oír voces y tampoco estar alterado. Esto te lo voy a quitar para que tú te reincorpores porque supone que tú tienes que producir, tienes que trabajar, estudiar o lo que sea. Jolín, ¿qué mal, no? Además de que es un parche, si yo no sé lo que me está pasando, lo más probable es que se vaya a repetir en el tiempo, que es lo que me pasó a mí. Yo he ingresado a lo largo de mi vida veinte veces en un hospital psiquiátrico. Veinte veces, en menos de veinte años. Al final, se me estaba tratando de una manera que no era la adecuada, no estaba funcionando. Me podían dar kilos y kilos de medicación, pero eso no estaba funcionando. Lo que percibía era que tenía que dejar de ser yo. Había que cambiarlo, o al menos así lo percibía. No estaba bien ser sensible, no estaba bien el sentirme como me sentía y me culpabilizaba. Y ya no hablemos del tema de los ingresos.
—¿Cómo son esas experiencias durante los ingresos?
—Pues una putada, una mierda. Era estar en un sitio con un montón de gente que estaba fatal sin hacer nada, 24 horas al día en las que lo único que podías hacer era andar por un pasillo con forma de L en el que solo ves gente andando. O las cuatro chorradas que había allí, echarse un ajedrez o un parchís. La única parte terapéutica era hablar con tus compañeros, con el resto de presos que había allí.
—Y aún con esa opinión, entró allí veinte veces.
—Ah, bueno, claro. Yo nunca ingresé involuntariamente, pero si no hubiese querido, hubiese ingresado igualmente. Yo no elijo ingresar. Es verdad que en mi caso, durante casi todos mis ingresos y durante mi tratamiento de muchos años, era una persona muy sumisa. Yo creía a pies juntillas en todo lo que me estaban diciendo. Si me mandaban un kilo de medicación al día, un kilo que me tomaba. Si me decían que ingresara, yo ingresaba. Que me ataban, yo lo veía bien.
—¿La han atado?
—Me han atado, sí. De hecho, yo en uno o dos de mis ingresos me ataban por la noche para dormir. Cuando me iba a la cama, si lo hacía antes de que apagasen las luces, avisaba a la enfermera para que me atase. Así de jodido. Yo ahora lo pienso y me enfado conmigo, pero es que yo pensaba que eso era lo que se tenía que hacer para tratarme, que era lo único que había y que me podía ayudar.
—Pone la piel de gallina cómo lo cuenta.
—También te digo que eso me ha ayudado a ver las cosas y a espabilar. El comprender que todo eso no funcionaba fue lo que me hizo ver que llevaba quince años entrando y saliendo del hospital con mucha medicación sin resultados. Me han atado, me han dado descargas en la cabeza, me han dado electroshock, y yo lo hacía con una fe ciega en que eso me iba a quitar el sufrimiento, que eso era lo que a mí me importaba, quitarme este sufrimiento, hacer un exorcismo, sacarme esto de dentro. Hasta que me dije: «Tía, esto no funciona, llevas haciéndolo mucho tiempo y tiene que haber otra manera».
—¿Qué le hace cambiar el chip?
—Fue durante el último o el penúltimo ingreso. Y gracias a dios no he vuelto a tener que ir. Yo se lo dije a ellos. «Oye, creo que esto no está funcionando, ¿por qué todos los octubres o noviembres vuelvo al hospital?». Cuando me di cuenta de esto, fui directamente a una profesional que había tenido en un hospital de día y le pedí llorando si me podía ayudar. A partir de ahí, mi forma de tratamiento cambia.
—¿Y ahora cómo está?
—¿Ahora? Muy bien. Ya no ingreso todos los otoños. Llevo varios años sin ingresar, algo que antes hacía por lo menos una vez al año. Tomopoca medicación, algo para dormir. Mi forma de medicarme y mi relación con mi médico también ha cambiado. Ahora me hace caso, me consulta y me informa. Es otro tipo de relación que he tenido que trabajarme durante mucho tiempo y pelear mucho. Ahora tengo una vida que considero que es la que yo quiero y la considero bastante plena. Antes dejaba que la juzgaran los demás; ahora la juzgo yo.
—Tiene un discurso muy lúcido y muy enérgico, cuesta creer que a quien escucho sea la misma persona que tuvo que ser ingresada veinte veces en agudos de psiquiatría.
—Nadie se cree que tenga lo que tengo o que haya pasado lo que ha pasado. «Esta chica tiene brillo en los ojos, vida», me dicen. Pero no lo he tenido. He estado en ese otro lado. Es alucinante cómo con ciertas medicaciones se te va el brillo de los ojos. Te conviertes como en una estatua. Al final, con esas medicaciones, ni sientes ni padeces. Te anulan mucho y he estado ahí. La gente me pregunta cómo es que he tenido veinte ingresos. Y he tenido mucha suerte porque a nivel cognitivo no me ha afectado.
—Presupongo que no está muy de acuerdo con cómo se trata la salud mental en el sistema público español.
—Sí, soy crítica. Hay que hacerlo y protestarlo. Se nos está hablando de alternativas, pero que funciona mal, desde luego. Creo que tiene que haber un cambio de paradigma en cómo estamos atendiendo a las personas. Se habla ahora de la famosa inyección de los 100 millones en salud mental para meter más psicólogos y más psicólogas. Creo que hay que darle una vuelta a esto. Hay que invertir en muchas más cosas. Cuando veo esas cifras de dinero desorbitadas, si son para perpetuar lo que hay ahora, digo no, por favor, guárdate ese dinero. Hay que cambiarlo, la persona tiene que estar en el centro. Hay que informar a la gente, tiene que haber otros recursos. Yo en AMAFE me he sentido escuchada, fue el primer lugar en el que un profesional me dio un abrazo. En el resto de sitios tiene que haber una distancia. Sí creo que tiene que haber recursos, pero que la perspectiva y la forma de actuar tienen que ser muy diferentes. Lo de atar a la gente y dar descargas en la cabeza... Tiene que ser diferente. Porque es así de crudo, se está atando a la gente, no compro lo de contención terapéutica. Eso no es terapéutico, señores. Al final, en los ingresos aprendí que tenía que mentir para poder salir. Le decía a mi médico que me encontraba de puta madre aunque estuviese hecha polvo. Luego volvía entrar a las tres semanas, pero es que yo no quería estar ahí, porque eso no me ayudaba. Lo fundamental es escucharnos a las personas que hemos estado ahí.
—¿Cómo ha afectado su vivencia a sus relaciones personales?
—He tenido mucha suerte. La gente que tenía a mi alrededor, mi familia, siempre han estado ahí. Siempre sufriendo conmigo, porque ellos no tenían ni idea de nada esto, con lo cual, como yo, le hacían caso al médico. Pero es que además me tenían a mí en casa metida. Sufrimiento por todos lados. Tanto mis padres como mis hermanos. En mis relaciones sociales también he tenido mucha suerte, porque siempre han estado ahí; mis amigos han seguido conmigo y he seguido encontrando a gente. Además, cuando descubro AMAFE me encuentro a gente maravillosa, que me entiende. Es la importancia de la ayuda mutua, de encontrar a gente con experiencias parecidas. Eso es lo más de lo más. El camino de la recuperación diría que empieza con esto, con la ayuda mutua, porque no te sientes sola. A mí esa sabiduría es la que más me ayuda, esa terapia.