Esta calle no da al mar pero se incendia con la caída de la tarde. Es una calle estrecha y sucia, una calle con personalidad. Se la ve tan llena de árboles que a veces parece un bosque (lujurioso). Cuando me asomo a la ventana tengo la impresión de habitar otro país: como los personajes de la última novela de Millás que viviendo en María de Molina creen vivir en Praga. En mi calle hay muchos elementos peregrinos: un par de niñas gemelas juegan con el portero durante largas horas interminables de chillidos, un señor retrasado se apoya sobre un coche y conversa con el frutero sobre fútbol, muchos colombianos se emborrachan sentados en los portales. En mi calle hay un bar de taxistas de afterhours que es lo más moderno de esta ciudad apocalíptica. En la esquina de mi calle hay un señor muy bien vestido que vende La Farola , y, en una callejuela adycente, unos portugueses trafican con mercancías que desconozco. De vez en cuando mi vecina, doña Visi, pasa por allí, suspirando. Desde que enviudó ya nada le aprovecha, está tan sola, y su marido era tan simpático y tan guapo... Diez años lleva así: achacosa y triste. Sólo abro la ventana al atardecer cuando el resol cede y el calor amaina. Los gorriones en celo se enraciman groseros, piadores. A veces entra volando una polilla oscura y terca, unos insectos verdes de alas delicadas. Siempre que abro la ventana, últimamente, suena Madame Butterfly en la distancia y parece como si la profundidad del atardecer se prolongase. Este año será el año de la ópera italiana para mí. Qué rara es y qué lujuriosa y qué bien le va a esta ciudad tórrida, impía. Crea una impresión de colinas y oteros alfombrados, llenos de flores y retama, uno cae irremediablemente sin cesar desde lo alto del ciruelo o del naranjo que es el aria. Mientras la noche se precipita dando tumbos y el ordenador parpadea con su luz azul pienso en la voz de la soprano muerta. Suena viva, joven, astillada. A lo lejos pasa un coche con la canción del verano y un matrimonio borracho se insulta a voz en grito. En el bar de los taxistas, alguien asa sardinas y sirve whisky. Y esa mujer bellísima, triste, malamada, María Callas, aún joven en el pálpito de la voz, sonríe melancólica desde la carátula del disco. Cae la tarde.