Mi deuda con Cunqueiro

RAMÓN CHAO

OPINIÓN

03 oct 2002 . Actualizado a las 07:00 h.

CON EL INICIO de la caza se me abren viejos recuerdos ligados a perdices, liebres y gallegos corredores, que por mi Terra Chá iban rastreando presas indefensas. Mis padres tenían en Vilalba una fonda (pomposamente denominada Hotel) donde instalaban su cuartel general hombres de polaina y escopeta llamados José María Castroviejo y Celso Emilio Ferreiro, entre otros. Los acompañaba Cunqueiro, más como contador, de piezas y de anécdotas, que como matarife. Mi deuda con los tres es infinita, y ya contaré lo que me aportaron los dos primeros. Hoy me centraré en Álvaro Cunqueiro, cuyas andanzas con mi padre en la feria de los capones cuenta en artículos seleccionados por César Antonio Molina para Tusquets. Era yo niño y aquellas actividades censurables (con animales, por supuesto, pero al fin y al cabo sangrientas) empezaban a asquearme. Castroviejo salía en calzoncillos por las noches a orinar, lo cual hería el pudor de mi madre, y Celso Emilio Ferreiro se distinguía por su santa retranca. Yo era un niño prodigio del piano y los deslumbraba tocándoles El lago de Como , una de las piezas más bobas y cursis con que cuenta el repertorio musical. Pasando el tiempo los fui conociendo y queriendo a los tres, y a cada cual por sus valores propios y distintos. Mi amor por Cunqueiro fue tardío, aunque siempre me acompañó la receta de la bola de Guitiriz que le enseñó a mi madre, con la que se llevaba muy bien. La solían hacer de postre la víspera de San Ramón, patrón de Vilalba, con una docena de huevos, 400 gramos de manteca, otro tanto de harina, medio quilo de azúcar y raspaduras de limón. Esos eran los ingredientes. Primero batían la manteca, después las yemas (sin las claras, pero con la manteca); añadían el azúcar, la harina y las raspaduras de limón. Al final incorporaban las claras a punto de nieve con mucho cuidado; es decir, levantando bien la masa con un cucharón de madera para que no se desinflara y la metían en el horno cuarenta minutos más o menos. De tanto en cuando metían una aguja de calcetar en la pasta por ver si estaba bien cocida. La bola de Guitiriz la afinaron varias generaciones de gallegos, por lo cual resultaron vanos los intentos presuntuosos de navarros y otros confiteros foráneos para mejorarla. Lo único que le añadía Cunqueiro a la receta ancestral era un poco de levadura, que sin ella salía muy parecida al pan de maíz que todavía nos seguían dando a finales de los cuarenta. Cuando me vine a París perdí de vista a los tres, pero oía hablar de ellos. Sobre todo de Cunqueiro. Salían sus novelas y lo único que se recordaba en el medio en que yo me movía eran sus poemas en loor de la falange y alguna anécdota picaresca. Él me seguía queriendo. Escribía yo en La Voz cuando un día fui a visitarlo a Vigo, cuyo Faro dirigía. «Ti vas a ser o noso corresponsal en París», me dijo. «Álvaro, ben sabes que estou na Voz de Galicia». «¡Heme igual!». Y desde entonces, cada vez que escribía un artículo se las arreglaba para decir: «Como nos informa nuestro corresponsal en París, Ramón Chao...». Pese a ello, víctima de una vertiente del estalinismo, yo seguía con mis prejuicios hasta que vino unos días a París Aurichu Pereira, nada sospechosa de franquismo. «Non; tes que ler a Cunqueiro. É un dos millores escritores do momento». Me puse a ello, empezando por las Crónicas do sochantre , que acababa de salir, y retrospectivamente toda su obra. Quedé deslumbrado. Al fin descubrí el origen del realismo mágico y la presencia del mundo gallego en la literatura latinoamericana. Luego Álvaro Mutis y García Márquez me manifestaron su gusto por la literatura de Cunqueiro, así como la influencia del hombre de Mondoñedo en sus obras. Me quedé con mala conciencia. Estaba en deuda con Cunqueiro. Cuando supe que sus días estaban contados decidí ir a Vigo a decírselo. Me llevó a su casa su amigo, mi amigo Perfecto Conde Murais. Cunqueiro estaba en un sillón, fatigado y cerúleo entre dos diálisis. Me confesé: «Álvaro, hasme de perdoar. Fun víctima coma ti da incomprensión, cada un d'unha das duas Españas». Apenas tenía fuerza para hablar. Estábamos emocionados y hasta se nos saltaron las lágrimas. Días después me llegó a París la noticia de su muerte.