DESDE un plano cualitativo, la actividad urbanística del municipio descansa en la capacidad política del gobernante, en el rigor técnico del planeamiento y de su gestión, así como en la solidez y aceptación del pacto social que lo sustenta. O, dicho en otros términos, el urbanismo nunca se impone ni se improvisa. Requiere reflexión, conocimiento, negociación y transparencia. Exige sensatez y convencimiento de que sólo a través del proceso político se puede conciliar con racionalidad entendible población y territorio. Por eso los municipios gallegos deben cuidar sus perfiles y dimensiones más políticas (programación estratégica, urbanismo o fiscalidad), reforzando a su vez la organización, el capital humano, la cooperación institucional y la participación ciudadana. Obviamente, el urbanismo no puede quedar reducido a otorgar licencias, construir al borde de la carretera, ignorar la disciplina y ser una actividad opaca o ausente en aspectos sustantivos. Porque el urbanismo es expresión genuina del poder político municipal. Su actividad introduce criterios o elementos de interés general en la propiedad privada del suelo -alterando la estructura jurídica de derechos y obligaciones del propietario- y esa circunstancia exige abundantes dosis de rigor y responsabilidad en el diseño y gestión del mismo. Algunos ejemplos ilustran estas exigencias. Uno es apreciar como el urbanismo diseña el crecimiento municipal y permite hacer explícitos los beneficios y costes asociados al proceso urbanizador. Porque si el planeamiento y la gestión urbanística incrementa el valor del suelo, los propietarios deben soportar el coste de las infraestructuras y entregar al ayuntamiento los terrenos que correspondan, incluido el 10% de suelo edificable. De este modo se visibilizan costes y beneficios, revirtiendo a la comunidad una parte de las plusvalías generadas. Pero si los pueblos se construyen con débil o nulo urbanismo, como sucede en nuestro caso, estos flujos se hacen invisibles, la iniciativa privada ocupa todo el espacio y se genera además abundante dispersión poblacional. Operando de este modo las plusvalías inmobiliarias se concentran en el ámbito privado, mientras las administraciones públicas multiplican y soportan los costes de infraestructuras y servicios generados (viales, abastecimiento de agua, alumbrado, recogida de basuras, etcétera). Otro ejemplo frecuente es culpar a los ayuntamientos de encarecer el precio de la vivienda por hacer urbanismo y exigir las cesiones obligatorias. En este caso, el dedo acusador no entiende bien la racionalidad social del proceso y tampoco explica el problema. Olvidando incluso el principio constitucional que exige la reversión de esas plusvalías a la comunidad.