DECÍA Robert Jacques Tourgot, ilustrado francés del XVIII cuyo pensamiento económico oscilaba entre la fisiocracia y el liberalismo, que la imposición era algo así como el arte de desplumar al ganso: o sea, maximizar las plumas arrancadas al pobre animal, provocando a su vez los menores graznidos posibles. Esta concepción cínica de la fiscalidad se reproduce en la actualidad sin ningún tipo de complejos. La información suministrada por la cuenta de las administraciones públicas, expresada en porcentajes del PIB para el período 1995-2003, es ilustrativa. Las cifras del presente ejercicio son estimaciones y se publican en Cuadernos de Información Española nº 175 (julio/agosto, 2003). En este período, el gasto contabilizado de las administraciones públicas pasó del 44,3% del PIB (1995) a representar el 39,4% (2003), mientras los ingresos agregados pasaron del 37,7% del PIB al 39,1%. Esto supone una reducción del déficit público del 6,6% (1995) al 0,3% (2003), reducción que se presenta como trofeo admirable de la política económica del Gobierno, así como fundamento dogmático para el progreso y el bienestar social. Pues bien, reconociendo la importancia de la disciplina presupuestaria y sabiendo además que el gasto realizado supera al contabilizado (se estima un déficit real no inferior al 1,5% del PIB), conviene hacer dos precisiones de interés. Una es recordar que la España democrática y constitucional tuvo que realizar en breve tiempo histórico un esfuerzo extraordinario para construir a la vez un Estado de la Autonomías, un Estado de Bienestar y un sistema moderno de infraestructuras de comunicación. Naturalmente, esa ingente tarea -que exige siempre continuidad- necesitó de crecientes esfuerzos fiscales e importantes déficit presupuestarios. Los impuestos y el déficit público jugaron aquí el papel que en rigor les correspondía como instrumentos de política económica. Los objetivos a conseguir eran otros: bienestar social, afrontar la difícil competencia europea y consolidar la democracia. La otra cuestión hace referencia a la necesidad de explicitar el coste social del ajuste presupuestario. Porque reducir el déficit público se puede hacer de formas distintas y afectando a grupos sociales diferentes. En nuestro caso, los impuestos no bajaron sino subieron el 2,6% del PIB, reforzando la imposición sobre salarios y consumo y beneficiando las rentas del capital. Por otra parte, la reducción del gasto agregado se explica por los bajos tipos de interés, pero también por reducir prestaciones sociales, retribuciones a funcionarios y, en menor medida, la inversión. O sea, que el ganso está identificado. Y además pocas veces un gobierno logra tantas plumas con tanto silencio e indiferencia.