17 sep 2004 . Actualizado a las 07:00 h.

ES POSIBLE que George W. Bush gane las elecciones de noviembre. Y no me cabe ninguna duda de que, más allá de la legitimidad de su posible victoria, y de que el pueblo americano puede hacer de su capa un sayo, también va a dejar con un palmo de narices al 75% de los ciudadanos que habitamos las democracias occidentales, y a todos los analistas que hemos gastado nuestros miolos para explicar los peligros que corremos si tal expectativa se cumple. Si gana Bush también gana el darwinismo político, que, viendo la guerra como un motor del desarrollo, valora más el triunfo que la paz. Si gana Bush también gana ese elemental nacionalismo que sólo da por bueno lo que beneficia a América. Si gana Bush también vuelve el unilateralismo a la política internacional, y, lejos de cualquier monserga que tenga que ver con la solidaridad y la democracia global, tímidamente impulsadas por la ONU, nos veremos sumidos en la ley de la selva. Y si gana Bush, como dicen las encuestas de Gallup, también ganará la visión maniquea del mundo, con un grupo de buenos que son los aliados, y una caterva de malos que sólo pueden ser doblegados por la conocida técnica del «toma palo y tente tieso». Por eso se entiende que la gente empiece a espabilar y a luchar contra una política que se deja sentir mucho más alla del Niágara y el Río Grande. Hay cine contra Bush, música contra Bush, intelectuales contra Bush, manifestantes contra Bush y periódicos contra Bush. Y, aunque en modo alguno me creo que las elecciones se ganen así, considero un triunfo de la moral y de la política el hecho de que tantos ciudadanos de todo el mundo se empiecen a mojar en contra de una forma de hacer política que tiene las calderas a punto de reventar. Ayer mismo escuché a Carlos Fuentes hablando de su precioso panfleto -la calificación es suya- que lleva por título «Contra Bush». Y tengo sobre mi mesa, mediado y subrayado, El sueño europeo , el libro de Jeremy Rifkin que debía ser de lectura obligatoria en todos los colegios y universidades de la UE. El mexicano desde fuera, y el norteamericano desde dentro, resuelven sus obras en un análisis demoledor del sueño americano, cuyo liderazgo se agota en el marco de una globalización que los gobernantes de Washington no quieren ni entienden. Nosotros, como es obvio, no podremos evitar que gane Bush. Pero podemos echar del poder -ya lo hemos hecho- a los amigos de Bush, dejar sin respaldo las operaciones de Bush, no hacer el papanata ante las exhibiciones de Bush, y exigir a nuestros gobernantes que, en contra de las pesadillas de Bush, ganen autonomía para el sueño europeo. Hasta ahí podemos llegar. Y, por ahora, parece suficiente.