NO LE va a ser fácil al primer ministro israelí, Ariel Sharon, conseguir que los colonos judíos se retiren sin violencia de Gaza a mediados de agosto. Y el reciente y odioso atentado antijudío de Netanya no le facilita las cosas. A pesar de las indemnizaciones considerables votadas por el Parlamento de Israel para cada familia de colonos en compensación por el desagravio, y de la garantía de disponer de alojamiento en sus nuevas localizaciones, muchos colonos -apoyados por extremistas venidos del exterior- están dispuestos a vender cara su expulsión. Sharon tomó esa decisión al comprobar que la represión más violenta no bastaba para reducir la resistencia de los palestinos. La muerte de Arafat favoreció un cambio de atmósfera política en la región, y la elección de Mahmud Abás, el nuevo presidente de la Autoridad Palestina, consolidó un contexto favorable a la negociación. De todas maneras, las cosas no podían seguir como iban. La segunda intifada había comenzado el 28 de septiembre del 2000, y el número de víctimas había sobrepasado, a final del 2004, la barrera de los 4.000 muertos (1.008 israelíes y 3.344 palestinos). Sin contar la decena de millares de heridos en ambos campos, inválidos de por vida en muchos casos. En circunstancias dramáticas, Sharon ha debido recordar las palabras pronunciadas por Isaac Rabin antes de caer bajo las balas de un judío fanático: «Nosotros, los soldados que hemos vuelto del combate manchados de sangre, nosotros, que hemos luchado contra vosotros, palestinos, os decimos hoy con voz fuerte y clara: 'Basta de sangre y basta de lágrimas. ¡Basta!'». La espiral de violencia parecía no tener fin. Y el choque planetario del 11 de septiembre del 2001 no interrumpió el ciclo de venganzas y represalias. Antes bien pareció relanzarlo, sobre todo después de la operación Muro de Contención, lanzada en marzo y abril del 2002 por el Ejército israelí, después de unos atentados palestinos particularmente crueles, y que se caracterizó por la destrucción de una parte de la ciudad cisjordana de Yenín. Barbarie cotidiana. Con llamamientos de los fanáticos de ambos campos a la limpieza étnica o a la segregación de las poblaciones. Retorno a la desesperación de los civiles palestinos, cuyas condiciones de vida se han vuelto infernales debido a los sucesivos bloqueos de las ciudades. Y retorno de la inquietud y el miedo en el seno de la sociedad israelí que, traumatizada y martirizada, seguía siendo mayoritariamente partidaria de un acuerdo de paz. En Gaza, un millón de palestinos viven hacinados en condiciones de miseria indescriptibles, mientras que unos seis mil colonos judíos, protegidos por soldados armados hasta los dientes, ocupan un tercio del territorio, constituido por las tierras mejor regadas. Huelga decir que esta actitud colonial y represiva de las autoridades repugna a numerosos ciudadanos israelíes. Porque este singular Estado no se parece a ningún otro. El de Israel surge del antisemitismo europeo, de los pogromos rusos y del genocidio nazi. Constituye el puerto y el refugio al que se han acogido millones de perseguidos y discriminados en busca de un espacio de paz y libertad. Así pues, para todos ellos, y en particular para los supervivientes de los campos de exterminio, Israel no es sólo un proyecto nacional, sino también moral. Y ese proyecto moral no cuadra con la represión constante de poblaciones civiles. La retirada de Gaza es un paso hacia el reconocimiento de la plena soberanía palestina. Quedan Cisjordania y Jerusalén Este. Por desgracia, la paz aún no es para mañana.