Herencia sin causa

OPINIÓN

03 ene 2006 . Actualizado a las 06:00 h.

EL DERECHO a la propiedad permite a sus titulares el poder de disposición soberano sobre las cosas que les pertenecen, bien es cierto que, como todo, con matices. Y ese derecho de hacer libremente lo que uno quiera con sus bienes permanece inalterable a lo largo de nuestras vidas, pero, sin embargo, esa facultad quiebra de manera esencial cuando nos planteamos el destino que queremos dar a nuestras propiedades para después de que acaezca la muerte. Para ese momento el legislador ha dispuesto una serie de reglas que limitan el libre albedrío sobre una parte de los bienes encontrándose nuestra voluntad con muros de contención imposibles de saltar. Estas reglas constituyen las legítimas, es decir aquel porcentaje de bienes que obligatoriamente han de pasar a nuestros descendientes, mas allá de cuál sea nuestra voluntad. Las legítimas existen en nuestro Derecho desde hace muchos siglos; del Derecho visigótico pasaron al Derecho castellano, y de éste al Derecho civil común y al Derecho civil gallego. Pero esa persistencia de las legítimas no ha de implicar que tengan que permanecer inalterables de por vida. Las cosas obviamente han cambiado. La herencia, de existir, ya no supone el soporte económico principal que las personas tienen. Por regla general, en nuestras sociedades desarrolladas nos morimos viejos y los hijos heredan, en su caso, cuando ya se han buscado un medio de vida. Por ello, a diferencia de siglos atrás, el trabajo y no la herencia es el principal soporte social y económico de las personas. Siendo las cosas así, es más que conveniente la oportuna reforma que han emprendido la totalidad de los grupos del Parlamento gallego en orden a la reducción a un 25%, desde el 66% actual, del porcentaje de los bienes del fallecido que obligatoriamente han de pasar a los descendientes como legítima. Con esa reforma que se ha puesto en marcha se arrumban los perjuicios del etnocentrismo y, además, y lo que es más relevante, se devuelve en una importante medida la facultad de disposición que todos debemos tener sobre nuestros bienes, y al tiempo, como ventaja añadida, se logrará que las disposiciones testamentarias sean libres o casi libres, respondan a la voluntad del testador y que en ellas se vean reflejados los cónyuges que se quieren bien, los buenos padres, los hijos agradecidos, las personas que nos han ayudado o las instituciones que llevan adelante fines que han sido objeto en vida de nuestro interés. En definitiva, que el instituir no sea obligatorio para nadie y que la herencia se trate como un derecho que hay que ganárselo.